Se celebra el Eid, la gran fiesta musulmana que marca el fin del ramadán, y Jevlan Shirmemmet se ha levantado antes del amanecer para cumplir con el primer rezo del día. Pero este uigur residente en Estambul asegura que esa es la única celebración que ... se va a permitir hoy. «Debería ser como la Navidad, una fiesta para pasar en familia, pero China me ha separado de la mía, así que la pasaré solo», explica mientras sorbe un té cerca de la brecha de agua que separa Europa y Asia. «Llevo desde 2016 sin ver a mi padre y a mi hermano y cuatro años sin noticias de mi madre, desde que las Autoridades la internaron en uno de los campos de concentración para uigures», añade antes de iniciar un relato que es el de cientos de miles de ciudadanos de la minoría étnica uigur, natural de la región noroccidental china de Xinjiang, donde estos musulmanes son perseguidos y 'reeducados'.
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Saca entonces una foto plastificada de Suriye Tursun, la que blande en las manifestaciones frente a las legaciones diplomáticas de la segunda potencia mundial en Turquía. «¡China, libera a mi madre!», se lee en turco, inglés y chino mandarín. Pero lo cierto es que Shirmemmet tiene pocas esperanzas de que Pekín se pliegue a sus exigencias. Eso sí, ahora ha decidido sacudirse el miedo a las represalias y hacerse oír. «Ya me han arrebatado todo lo que me unía a mi país, así que no tengo nada que perder», justifica.
Shirmemmet llegó a Turquía en diciembre de 2011 para estudiar Derecho. Podría haberse graduado en 2017, pero su profesor le recomendó que no lo hiciese porque ya se sabía que Pekín estaba internando a cientos de miles de uigures en lo que el régimen chino llama 'campos de reeducación'. «Así tendría una excusa para no regresar al Turquestán Oriental -como los independentistas uigures denominan a Xinjiang- y evitar el internamiento. Le hice caso y no me presenté a dos asignaturas», recuerda.
La historia le ha dado la razón a su profesor, porque en enero de 2018 la familia de Shirmemmet desapareció. «Hasta diciembre de 2019 no supe lo que había sucedido. A través de vías extraoficiales me enteré de que habían sido internados y de que mi madre había sido condenada a cinco años de prisión. La única razón que me dieron es que me había visitado en Turquía en 2013», cuenta este joven que acaba de estrenar la treintena.
Shirmemmet se lleva las manos a la cabeza. Es incapaz de entender por qué China decidió encerrar a su familia, a la que considera como musulmana «muy moderada» y poco practicante. «China siempre afirma que los campos son de reeducación, que allí se dan herramientas a los internos para que aprendan un oficio, el idioma y demás. ¿Pero qué formación necesita mi madre, que ha trabajado como administrativa para el Gobierno durante 30 años?», pregunta, subrayando que Tursun tiene un título universitario, habla perfectamente chino, y ha desarrollado su carrera profesional como funcionaria en el departamento de Industria. De hecho, tenía planeado jubilarse dos meses después de su internamiento. «Mi padre es químico y también ha trabajado en protección medioambiental para el Gobierno. Tanto mi hermano pequeño como yo hemos ido a una escuela china desde que tenemos tres años. ¿Qué reeducación necesitamos?», reitera.
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De hecho, Shirmemmet nunca sintió la necesidad de arremeter contra los dirigentes comunistas hasta que China le arrebató a su madre. Al principio, incluso trató de obtener información sobre lo sucedido por canales oficiales y sin hacer ruido. «Fui al Consulado de China. Me dieron largas durante meses. Incluso los contactos de alto nivel que había hecho durante mi etapa como guía de turistas chinos en Estambul dejaron de responderme».
Consciente de que ese camino no le llevaría a ninguna parte, adoptó una postura más agresiva y amenazó con hacer pública su historia. «Puedes hacer lo que quieras, me dijeron. Seguramente pensaban que no tendría agallas, porque saben que la gente tiene miedo», comenta. Pero en enero de 2020 grabó un vídeo contando lo sucedido y tanto la prensa turca como otros uigures prestaron atención. Surtió efecto, porque en febrero recibió las primeras amenazas de los diplomáticos chinos.
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«Primero me dijeron que mi padre y mi hermano no querían hablar conmigo porque tengo conexión con organizaciones antichinas en Egipto, un país en el que jamás he estado. Luego me ofrecieron ayudar a mi madre si les daba información sobre mis amistades en Turquía, sobre activistas uigures y organizaciones disidentes con las que no tenía ningún contacto», relata Shirmemmet, que fue recabando el apoyo de más uigures en su misma situación.
Veinte acabaron participando en un vídeo colectivo que marcó un punto de inflexión en una lucha que nació en Twitter durante la primera ola de la pandemia, que saltó a las calles turcas tras el confinamiento, «siempre sin consignas ni banderas políticas, solo con las fotos de nuestros familiares», y que desembocó en una petición conjunta de información firmada por 5.199 uigures que buscan a sus allegados desaparecidos. Incluso la embajada turca en Pekín pidió unas explicaciones que aún no ha recibido.
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En este punto, a Shirmemmet no le sorprendió lo que sucedió en junio de 2020: «Recibí una llamada de mi pueblo. Era mi padre. Empezó a reprocharme lo que estaba haciendo y me pidió que parase. Me aseguró que mi madre está bien, pero se negó a dar más detalles. Era la voz de mi padre, sí, pero no eran sus palabras, sino las del Partido Comunista». Después se pusieron al teléfono su hermano y su tío para trasladarle la misma exigencia. «Les respondí que no pararé hasta que mi madre sea liberada», apostilla. Después confirmó que el teléfono desde el que le habían llamado era el de la comisaría de su localidad natal. Desde entonces, no ha logrado volver a hablar con ellos, y todos sus amigos le han bloqueado en WeChat, el Whatsapp chino.
«Tener un pasaporte, utilizar una VPN -'software' para saltar la censura china-, tener material religioso o ir a rezar a menudo son excusas para meterte en un campo. Y una vez un familiar o un amigo entra, van todos los demás», explica Shirmemmet. No obstante, China asegura que sus campos de reeducación son clave para combatir el extremismo islámico, y esgrime que, desde su implantación, no se han cometido ataques terroristas. Además, los dirigentes chinos afirman que en su interior se respetan los derechos humanos, aunque solo permite el acceso a periodistas en visitas organizadas y bajo estricta supervisión.
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En el extremo opuesto, Shirmemmet no duda en calificar lo que Pekín hace con los uigures de genocidio. «En primer lugar, hay informes que registran numerosos casos de esterilizaciones y de abortos forzados», apunta, señalando un hecho que China refuta con el dato de que la población uigur ha continuado aumentando en Xinjiang por encima de la media. «Por otro lado, hay una estrategia clara para acabar con nuestra cultura: más de ocho millones de personas han pasado en algún momento por los campos de concentración, en los que han recibido el peor de los tratos. Más de medio millón de familias han sido separadas. E incluso la prensa china reconoce que a muchos niños uigures se les impide abandonar la escuela tras las clases para lavarles el cerebro», sentencia Shirmemmet.
Apuntala sus opiniones con el caso de un amigo al que le arrebataron un hijo cuando apenas había cumplido seis meses. «Lo reconoció tres años después en un vídeo propagandístico de TikTok y logró que el Gobierno le diese información sobre su paradero. Pero, cuando le permitieron llamarle, ni siquiera podía comunicarse con él porque el niño solo hablaba mandarín y él uigur», afirma el activista.
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Y todo esto sucede con el mundo mirando hacia otro lado. Shirmemmet está convencido de que es fruto de las inversiones que Pekín hace por todo el mundo. «Lo que importa es el negocio, y nada más. Incluso los países musulmanes nos han vendido a China, y el resto como mucho mete una línea sobre nosotros en discursos que no van a ninguna parte. El dinero chino calla a los políticos o consigue que no muevan un dedo», critica el uigur.
Lógicamente, Shirmemmet es consciente de que puede pagar cara su actitud, incluso en el extranjero. No en vano, China ha arremetido contra activistas fuera de sus fronteras. «Allá donde vayamos, nuestra seguridad puede estar comprometida porque China es muy poderosa y sabemos que opera en el extranjero», reconoce. A renglón seguido, apunta que estar callado tampoco es una opción fácil: «China utiliza la tortura psicológica: desde las amenazas contra nuestras familias, hasta asuntos pequeños como no renovar nuestros pasaportes cuando expiran, lo cual crea grandes problemas burocráticos. Algunos niños ni siquiera pueden ir a la escuela fuera de China por este asunto, y muchos tampoco pueden viajar o pedir visados».
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Por todo ello, y a pesar de que duda cuando se le pregunta, Shirmemmet cree que la región china de Xinjiang debería convertirse en un país independiente. «Si no pudieses vivir libremente en tu tierra, en la que las autoridades amenazan con violar a tus mujeres y separarte de tus hijos, y en la que no puedes tener los derechos humanos básicos, ¿no querrías ser independiente?», pregunta. «Al final, yo soy una persona normal que quiere llevar una vida normal. Pero no me lo permiten y me veo a hacer cosas en las que jamás pensé», concluye.
En peligro . China ha colocado bajo la lupa a la minoría musulmana uigur en la región de Xinjiang (o Sinkiang), en un intento de imponer su forma de gobierno y luchar contra el separatismo de un porcentaje significativo de esa población. Para ello ha emprendido una brutal campaña de represión contra decenas de miles de personas de esa etnia, a los que confina en campos de 'reeducación'
12millones de personas componen la población uigur en la región china de Sinjiang, musulmana y de habla turca. Cientos de miles de personas se han exiliado en los últimos cinco años precisamente a Turquía para huir de la represión del gobierno de China contra esa etnia.
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