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mikel ayestaran
Jerusalen
Sábado, 1 de mayo 2021, 23:03
A Sabookh Syed la llamada de su hermana le sorprendió camino de Islamabad. Regresaba de una larga jornada de trabajo en Peshawar, donde había explotado el enésimo coche bomba. Era el 2 de mayo de 2011.. «Hemos escuchado unas fuertes explosiones, ... algo importante está pasando en Abbottabad», le dijo su hermana con voz asustada. La noticia le causó una gran sorpresa porque ésta tranquila población de media montaña situada a las faldas de las montañas Kakul, que es donde nació Syed, reportero especializado en yihadismo, nunca había sufrido el azote del terror y era sede de una de las principales academias militares del país.
Se acostó intranquilo, no se le pasó por la cabeza que mientras descansaba 23 miembros de las fuerzas especiales estadounidenses, un traductor y un perro estaban a punto de matar al hombre que durante una década había burlado al Ejército más poderoso del mundo. Durmió hasta que volvió a sonar el teléfono. Esta vez era su jefe, Hamid Mir, quien le informó de que Barack Obama acababa de anunciar la muerte de Osama bin Laden y debía salir pitando hacia Abbottabad.
Sabookkh era un joven reportero del canal Geo, uno de los más importantes del país, y fue uno de los primeros en plantar la cámara frente al edificio blanco de tres plantas en el que Osama vivió junto a su familia durante seis años. Voló por la carretera que une la capital con su ciudad natal, una ruta que toman los fines de semanas los ciudadanos de la capital para hacer una escapada y respirar aire puro. «No me lo podía creer, Bin Laden se escondía a solo diez minutos a pie de mi casa», recuerda con emoción Sabookh al otro lado del teléfono.
Una década después nadie lo pone en duda, pero no se ha terminado de aclarar cómo el terrorista más buscado del mundo se refugió durante tanto tiempo a las puertas de una base militar. «Puede que tuviera la complicidad de nuestros militares y servicios de inteligencia o puede que lo eligiera porque estaba seguro que nadie le buscaría allí», piensa el periodista.
Su última visita a Abbottabad fue hace apenas quince días y, mientras el resto del mundo recuerda el décimo aniversario de la muerte de Osama, en la población «no quieren ser recordados con aquellas bromas que les renombraron como 'Osamabad' u 'Osama Bin Town'. Quieren seguir teniendo un lugar famoso por su tranquilidad en la ruta hacia los ocho miles». Lo que preocupa ahora es la pandemia.
Las autoridades paquistaníes quisieron pasar página lo antes posible y en 2012 derribaron el complejo de la familia Bin Laden para que no se convirtiera en un santuario para sus seguidores. Desde entonces la hierba y la marihuana silvestres han crecido en la parcela y ahora es un campo de críquet para los niños del barrio. Este intento de cerrar este controvertido capítulo de la historia paquistaní, sin embargo, quedó enturbiado en 2019 por el primer ministro Imran Khan, antigua estrella del criquet nacional, quien otorgó a Osama el estatus de «mártir» en un discurso.
«La muerte de Osama no supuso la desaparición de Al-Qaida, pero desde entonces no ha recuperado la capacidad de influencia que tuvo durante su liderazgo. Al Zawahiri, su sucesor, mantiene viva esta organización terrorista, pero no ha sido capaz de dar un gran golpe de efecto», opina Luis de la Corte, profesor de la Universidad Autónoma de Madrid. Sabookh también considera que «acabar con Osama fue un auténtico golpe a la moral de los grupos yihadistas porque era muy carismático y sus mensajes eran muy respetados».
Desde su muerte no ha surgido un líder con su capacidad de atracción y solo el califa Abu Baker Al Bagdadi, líder del grupo yihadista Estado Islámico (EI), una escisión de Al-Qaida, ha tenido la capacidad de disputar su liderazgo en la yihad global.
Todo lo que rodea a la organización es opaco, pero desde centros de estudios estratégicos como The Soufan Center afirman que podrían contar con entre 30.000 y 40.000 combatientes en las diferentes filiales que tiene en Afganistán, el subcontinente indio, Siria, Yemen, África Oriental y el Sahel. A la pérdida de Osama, en los últimos años se suman las de su hijo Hamza y la de Abu Muhamad Al Masri, el número dos.
Se cumplen diez años desde que Obama se dirigiera a la nación para decir: «Puedo anunciar que Estados Unidos ha llevado a cabo una operación en la que ha muerto Osama Bin Laden». Nueve años, siete meses y 25 días después de los ataques del 11-S, los estadounidenses se cobraban su venganza, pero esta no llegó ni en Afganistán, país que invadieron en 2001, ni tampoco en Irak, invadido en 2003. La venganza la encontraron a las puertas de una de las principales bases militares de Pakistán, país aliado en la que George Bush bautizó como «guerra contra el terror», y a solo diez minutos a pie de la casa del entonces joven reportero Sabookh Syed.
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