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2.952 votos a favor, cero en contra. Ni un solo delegado de la Asamblea Popular Nacional de China osó oponerse el pasado viernes a la reelección de Xi Jinping como jefe del Estado. Ni siquiera para darle a la votación una mínima apariencia de ... democracia. De esta manera, después de la reforma constitucional con la que abolió el límite de dos legislaturas, Xi abre la puerta a una presidencia vitalicia y se convierte en el líder más sólido del país desde su fundador, Mao Zedong. Pero, a diferencia del Gran Timonel, que dirigió un país arruinado por la guerra civil, Xi se convierte de esta manera en el hombre más poderoso del planeta.
Porque la China de hoy no es la de 1949. Ni la que Mao dejó a su muerte, tres décadas después. El país ha protagonizado el mayor milagro económico de la historia y es la segunda potencia mundial. La única capaz de hacerle sombra a Estados Unidos. De hecho, calculado en paridad de poder adquisitivo, su PIB ya es superior al de la superpotencia americana. Está aún lejos de la hegemonía militar de Washington, aunque el presupuesto de Defensa crece un año más por encima de la economía y consolida su segundo puesto en el ranking mundial, pero China lidera ya el comercio y la producción globales, y comienza a destacar en campos tecnológicos que serán clave en el futuro más cercano: desde la inteligencia artificial y la computación cuántica, hasta la movilidad eléctrica y las telecomunicaciones.
Pero la gran diferencia entre Xi Jinping y su homólogo de las barras y estrellas, Joe Biden, reside en la ausencia de contrapesos. A Xi no habrá tribunal que le pare los pies si se extralimita, como sucedió en varias ocasiones con Donald Trump. Y el presidente chino no tiene que preocuparse de que la prensa nacional airee los trapos sucios de su familia, como ha sucedido con Biden. Tampoco tiene que medirse públicamente con candidatos de otros partidos ni responder preguntas incómodas en las entrevistas que no concede. Todo está supeditado al Partido Comunista, y el Partido está supeditado a él, que ya es considerado su 'núcleo'.
Además, Xi ha arrancado su tercer mandato con otro cambio importante: ha acabado con el tradicional equilibrio entre las facciones del Partido. Hasta ahora, presidente y primer ministro pertenecían a diferentes visiones. Generalmente uno era más conservador y otro más reformista. En el caso de su antecesor, Hu Jintao, el primer ministro Wen Jiabao incluso tuvo más prominencia pública. Con Xi, Li Keqiang ha sido un fantasma que se ha ido por la puerta de atrás. Y ahora ha elegido a Li Qiang como mano derecha. Es uno de sus fieles seguidores, que se suma al que ocupa también la vicepresidencia, Han Zheng.
Xi tiene así vía libre para ahondar en el 'el gran rejuvenecimiento de China', un proceso que pilotarán sobre todo hombres sexagenarios. Porque en la cúpula del poder cada vez hay menos mujeres y la media de edad sube, con varios miembros por encima ya de la tradicional edad de jubilación de 68 años. Él ya tiene 69.
En definitiva, Xi ha acabado con los límites que una dictadura de partido único imponía para evitar su conversión en una autocracia, un riesgo real. Ni siquiera la Constitución es un escollo, porque la puede modificar a su gusto. Es más, en ella se ha introducido el 'pensamiento de Xi Jinping' como uno de los principios que guían el rumbo del país. «La seguridad es el fundamento del desarrollo. La estabilidad es condición para la prosperidad», declaró Xi en su discurso. Su objetivo prioritario, recalcó, es «construir un moderno y poderoso estado socialista».
Pero para lograrlo necesita recetas diferentes a las que han aupado a China al segundo puesto del podio mundial. Aunque el objetivo es que la economía se expanda este año un 5%, ya no importa tanto el crecimiento cuantitativo como el cualitativo. Ya lo dijeron sus predecesores hace una década: «Crecer más, pero crecer mejor». Porque lo relevante no es la riqueza del país en su totalidad, sino la que amasa cada uno de sus 1.400 millones de habitantes. Y medido 'per cápita', el PIB chino aún está lejos de los países más desarrollados.
Para conseguirlo, Xi ha construido unas bases sólidas: China cuenta con una infraestructura moderna que deja en ridículo a la de Estados Unidos, la población se ha sumado también a la gran inversión en capital humano del Gobierno, y la pandemia ha demostrado que la dependencia que el mundo tiene de las manufacturas del gigante asiático es indestructible. No obstante, a la guerra arancelaria que le declaró Donald Trump y a la beligerancia de Occidente tras el covid ha respondido cual bicho bola, revirtiendo algunos de los avances de otros presidentes, en un giro hacia un mayor proteccionismo e incrementando la represión sobre cualquier tipo de disidencia.
Quizá por ello, China aún carece de la relevancia política que le corresponde por su peso específico en el tablero geopolítico mundial, así como de influencia cultural. Es evidente que la segunda no la busca, y que las numerosas líneas rojas que marca la censura le impedirían competir con Hollywood en cualquier caso, pero Pekín sí que hace oír su voz cada vez con más fuerza en el primero.
Poco después de su ascenso al poder, Xi delineó un plan maestro para vertebrar el mundo, sobre todo el que está en vías de desarrollo, de forma alternativa al dibujado por las potencias coloniales occidentales. Siguiendo la antigua Ruta de la Seda, ideó un gran plan de construcción de infraestructuras con el fin de facilitar una mayor integración comercial que se ha traducido en un notable incremento de la influencia china en Asia, África y América del Sur. Pero el mundo desarrollado desconfía.
Ahora, la invasión rusa de Ucrania puede darle a Xi una oportunidad para hacer valer su poder económico en la política y probar que puede jugar un papel positivo en el mundo. Ya ha aprovechado una similar como mediador en el deshielo entre Arabia Saudí e Irán, que han restablecido sus relaciones diplomáticas, pero su plan de paz para resolver el conflicto europeo va un paso más allá e involucra a un país democrático.
Es evidente que solo China tiene el poder de convicción necesario para lograr que Vladímir Putin considere cambiar el rumbo que inició en 2014, cuando anexionó Crimea e intervinó en el Donbás. Además, Pekín siempre ha incidido en que mantiene buenas relaciones con ambos estados, razón por la que ha evitado decantarse públicamente por ninguno de los dos bandos. En la práctica, el aumento del comercio bilateral con Rusia ha sido un apoyo tácito a Moscú, pero Xi ha rechazado vender armamento a Putin y los doce puntos de su plan de paz son un bofetón al presidente ruso.
Sobre todo porque el primero recoge el 'respeto a la soberanía de los países'. O sea, que si se aceptase el plan chino, Rusia tendría que retirarse de los territorios ocupados. No obstante, China también reclama el fin de la 'mentalidad de la Guerra Fría' en su segundo punto, redactado con Washington y la OTAN en mente. «La seguridad de un país no se debe lograr a expensas de la de otro», reza el documento. También con Estados Unidos en la diana, China exige en el décimo punto el 'cese de sanciones unilaterales'.
Para impulsar este plan, Xi se verá la semana que viene con Putin y, según el Wall Street Journal, hablará después con Volodymyr Zelensky. Será la primera conversación que mantengan ambos desde que arrancó la invasión, y, si algo sabe Xi, es que Zelensky le escuchará con atención. Porque la hegemonia norteamericana se resquebraja.
La hoja de ruta china para la paz en Ucrania puede resultar utópica, pero también se antoja como la más sensata. No obstante, que proceda de Pekín ya es suficiente para que sea rechazada de plano en Occidente, o para que, en el mejor de los casos, se acepte con un acusado nivel de sospecha. Contra eso tendrá que luchar a fondo Xi durante los próximos cinco años si quiere que China se convierta en una superpotencia capaz de tomar el testigo de Estados Unidos. Hasta ese momento, el primer ministro Li considera que el peculiar sistema político y económico del país puede erigirse en un referente para el mundo en vías de desarrollo, cuyo peso crece ante el declive de las potencias tradicionales.
«China y Estados Unidos deben cooperar. La estrategia de contener o suprimir el desarrollo de China no beneficia a nadie», afirmó Li en la conferencia de prensa con la que inauguró su cargo el lunes, al final de la principal cita política del país. Pero la rivalidad entre los dos gigantes no es solo económica. También saltan chispas bélicas en el Mar del Sur de China, sobre todo en relación a Taiwán. Y, aunque Xi recalcó que su prioridad es que la reunificación con la 'provincia rebelde' se produzca de forma pacífica, el principal miedo de la mayoría de analistas es que acabe optando por la vía Putin y lance una invasión militar que provoque un choque con Washington.
Sin embargo, si algo está aprendiendo el Partido Comunista de lo que sucede en Ucrania es que no debe sobrevalorar sus fuerzas. Conquistar Taiwán podría ser más difícil de lo esperado, por no mencionar la complicación que supondría después gobernar la isla, y podría suponer el fin del milagro económico chino. Es un escenario muy poco probable porque China es más pragmatica que confuciana, pero los agoreros señalan el ejemplo de Mao y la miseria que provocó con el Gran Salto Adelante primero y la Revolución Cultural después.
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