gerardo elorriaga
Domingo, 5 de junio 2022, 00:24
Las costumbres cambian, pero esa variación no implica necesariamente el progreso. A veces, supone persecución y miedo. Los cantantes egipcios Omar Kamal y Hamo Beeka sufren las consecuencias de difundir un vídeo musical en el que aparecen junto a cierta bailarina del vientre embutida en ... un vestido largo y cubierta por una chaqueta. Pero no son buenos tiempos para enseñar el ombligo en las riberas del Nilo o simular una danza erótica. Al parecer, la intención es lo que cuenta y la provocación permanece a juicio del censor oficial, aunque no haya epidermis a la vista. La justicia ha caído sobre ellos. Ambos han sido apresados, juzgados y hallados culpables de «la violación de valores familiares», lo que comporta una pena de un año de prisión y unos 500 euros de multa.
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La moral doméstica no se encuentra realmente en peligro en Egipto. La medida, como otras que la han antecedido, es un aviso a navegantes culturales que pretenden explorar los estrechos límites que acorralan a la libertad de expresión en aquel país. Porque cualquier atisbo de crítica resulta reprimido sin ambages por la seguridad del Estado. En este caso, la causa era más política que social. Los condenados son conocidos representantes de la música 'mahraganat', variación local del pop electrónico que retrata la vida cotidiana aludiendo a prácticas tan repudiables para el régimen como son el consumo de alcohol, el sexo y las drogas. Además, y esto es lo más importante, este género propaga el descontento que experimentan las capas más jóvenes de la sociedad.
Tanto el espacio virtual como el real se han convertido en territorios para la caza de brujas. Las leyes contra el cibercrimen han dado alas a la represión policial, traducida en el cierre de más de 500 sitios web en los últimos cinco años y el arresto de una docena de tiktokers, incluida otra especialista en la danza del vientre, Sama el-Masry, a la que se ha acusado de «sobrepasar el abismo que media entre la libertad y el libertinaje».
La ONG Human Right Watch denuncia que Egipto está experimentando la peor violación de derechos humanos en muchas décadas con prácticas como la tortura, las ejecuciones extrajudiciales y desapariciones. Hace cuatro años, Amnistía Internacional promovió la campaña 'Egipto, prisión al aire libre para disidentes' y Najia Bouaim, directora de la ONG para las iniciativas en el norte de África, llegó a asegurar que «la crítica al gobierno se había vuelto más peligrosa que en ningún otro momento de la historia reciente».
Esta estrategia responde al desafío que supone gobernar el Egipto contemporáneo. Si no puedes con tu enemigo, no tienes forzosamente que unirte a él, también puedes suplantarlo. El 3 de julio de 2013, Abdel Fattah Al-Sisi, el presidente del Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas, acabó de manera abrupta con la primera experiencia en el poder de los Hermanos Musulmanes y, quizá, con su pretensión de islamizar Egipto mediante los cauces institucionales. Pero el militar es consciente de la importancia del factor religioso en una sociedad mayoritariamente conservadora. Desde su llegada al poder, ha recurrido a la fuerza y, en paralelo, perseguido la legitimidad de facto que proporciona esa visión retrógrada entre los sectores más reaccionarios.
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La persecución de cualquier atisbo de presunta indecencia ha llegado al paroxismo. En setiembre de 2017, la banda Mashrou' Leila actuó ante 35.000 seguidores en el corazón de El Cairo. Este combo beirutí ha alcanzado una gran proyección en todo Oriente Medio con canciones que demandan apertura de miras. Su ritmo funky alentó a Sarah Hegazi a ondear una bandera del arco iris en mitad de la multitud. Hamed Sinno, líder de la formación, es abiertamente gay, algo aún extraño en la región.
La reacción resultó furibunda. El sindicato de músicos, correa de trasmisión del poder, prohibió nuevas actuaciones de los libaneses y la Policía procedió al arresto de decenas de activistas LGTBI y Hegazi, lesbiana y comunista, fue detenida y torturada. Tras solicitar asilo en Canadá, voló a Toronto donde se suicidó hace dos años.
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El progresivo ascendiente de los movimientos islamistas en Egipto ha crecido en paralelo a la autoridad formal, en manos del Ejército. El partido de los Hermanos Musulmanes nació en 1928 y su influencia fue creciendo, sobre todo en la segunda mitad del pasado siglo, con la puesta en marcha de un aparato asistencial, tanto en el ámbito sanitario como educativo y de beneficencia, toda una Administración paralela a la estatal que le proporcionó amplias simpatías entre las clases bajas.
Egipto ha cambiado. Hay un vídeo en Internet en el que el carismático presidente Gamal Abdel Nasser revela una conversación con su líder en la que le demanda la promulgación de una ley del hiyab que impusiera la obligación a las mujeres de cubrirse el cabello en público, lo que provoca la risa de su audiencia. Entonces, a finales de los años cincuenta, poco después de la abolición de la monarquía, el Ejército gozaba del fervor nacionalista y la influencia socialista para hacer frente a las corrientes islamistas.
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La situación varió ostensiblemente en las décadas siguientes. El pañuelo o 'tarha' se ha vuelto mayoritario en las calles y la corrupción estableció un abismo entre el pueblo y sus dirigentes. El descrédito del régimen de Anwar el Sadat, fiel a la Casa Blanca, se agudizó con Hosni Mubarak, su sucesor. La hostilidad hacia los Hermanos Musulmanes quedó sobrepasada por la aparición de grupos aún más radicales como la Yihad Islámica, a la que se atribuye el asesinato de el Sadat durante una parada militar.
El golpe de Al-Sisi desbarató la primera experiencia democrática egipcia. El nuevo hombre fuerte se encontró con una sociedad mucho más compleja que la que habían dirigido sus antecesores, otros hombres de armas como él. La Revolución de 2011 reveló la existencia de una oposición laica y moderna que recurría a las redes sociales para convocar a las masas, mientras que en el ámbito religioso, como en el resto de los países musulmanes, las formaciones tradicionales habían sido desbordadas por el surgimiento de propuestas salafistas mucho más radicales con gran predicamento en los amplios sectores rurales.
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La política del palo y la zanahoria se impuso en el gobierno. La élite de los Hermanos Musulmanes fue encarcelada y desarticulada, aparentemente, su estructura social. La corriente secular corrió la misma suerte, en un intento de desbaratar todo eco de las revueltas en la Plaza Tahrir. A lo largo de los últimos diez años, el bloguero Alaa Abd el-Fattah, uno de los líderes de aquel movimiento revolucionario, ha permanecido en la cárcel o bajo custodia policial.
La tolerancia hacia los grupos salafistas no violentos no ha impedido, sin embargo, la expansión de las milicias radicales, especialmente en la península de Sinaí. Aquí, el conflicto ha mantenido un perfil muy diferente, cercano a la guerra abierta entre el Ejército y las células yihadistas de Wilayat Sina, entidad cercana al Daesh. Como suele ser habitual, la población ha sufrido los efectos de una lucha que ha llegado al asalto de comisarías y los bombardeos aéreos y tuvo su cénit en 2017 con el ataque a la mezquita de Rawda, saldada con 311 muertos.
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El rol político del Ejército se ha acrecentado sustancialmente tras el golpe. Washington entrega en torno a 1.300 millones de dólares anuales al país en ayuda militar, una partida que ha favorecido la conversión de las Fuerzas Armadas en un conglomerado económico de gran importancia, propietario de fábricas, empresas de servicios y numerosos bienes inmuebles. La Administración Biden canceló recientemente una ayuda de 130 millones de dólares por la situación de los derechos humanos, una medida que se puede considerar un gesto, pero que no cambia la estrecha conexión entre ambos gobiernos.
El régimen se ha beneficiado, además, de una coyuntura compleja en la región por la expansión del Estado Islámico, la rebelión huthi en Yemén y la desestabilización de la vecina Libia. La colaboración egipcia resulta imprescindible para Occidente.
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El presidente Al-Sisi no parece que tenga nada que temer, incluso cuando suceden episodios tan extraños como el de la muerte en prisión del cineasta Shady Habash, autor de un vídeo musical en el que se tachaba de 'balaha' o mentiroso al Jefe del Ejecutivo. El reo se intoxicó al beber una botella con desinfectante que confundió con agua. El rockero Ramy Essam, responsable de la canción, obtuvo asilo en Suecia y, desde allí, ha asegurado que llegará otra revolución. Tal vez exista esa posibilidad, pero, hoy, no quita el sueño a los faraones contemporáneos.
El cruce del canal de Suez por dos buques militares iraníes parecía indicar que la correlación de fuerzas en el Mediterráneo Oriental se desequilibraba. El hecho, sucedido en febrero de 2011 en un país sumido en su propia Primavera revolucionaria, indicaba un radical cambio de postura política y alentaba el pavor de Israel ante la posibilidad de que la marina de Teherán pudiera alcanzar sus aguas territoriales.
Las alarmas saltaron definitivamente cuando, el 30 de junio de 2012, Mohammed Morsi, líder de los Hermanos Musulmanes, asumió la presidencia de la República de Egipto por la vía democrática. Con la llegada de los islamistas al poder del país árabe más poblado Occidente temió que desplegara una agenda oculta para implementar su hoja de ruta hacia la dictadura islámica.
Pero la realidad era muy diferente. En realidad, el partido había cosechado tan sólo el 25% de los votos en la primera vuelta de las presidenciales y su victoria final fue muy ajustada. El partido tampoco era la formación extremista que dirigió Sayyid Qutb, que preconizaba la estricta aplicación de la Sharía. El 'aggiornamento' experimentado durante la década de los noventa, la había convertido en una entidad moderna, partidaria del liberalismo económico y la democracia.
Viaje por el desierto
Su propuesta fue torpedeada desde todos los flancos, desde el fiel a la vieja guardia militar proclive a las tesis seculares. El 'putsch' propició un desmantelamiento, el regreso a la clandestinidad y el comienzo de un nuevo viaje por el desierto, nunca mejor dicho. La clave de su fracaso estuvo en su falta de reflejos o tiempo para desactivar el peligro que comportaba la hostilidad del sector castrense.
Diez años después, el partido se halla dividido entre aquellos que preconizan el diálogo con el gobierno y quienes se oponen a cualquier componenda para aflorar a la vida pública. Esa debilidad interna favorece, asimismo, la influencia de fuerzas extranjeras cercanas a sus tesis, fundamentalmente aquellas procedentes de Qatar y Turquía.
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