Apenas media hora separa Dharavi de los andenes –siete de Cercanías, 17 para los trenes de larga distancia– de Shivaji, la antigua estación Victoria, de fachada neogótica, orlada de palmeras, poderosas columnas y un amenazador catálogo de gárgolas. El tren de Bandra va atestado de ... pasajeros, como corresponde a una ciudad que recibe su aliento de una muchedumbre de trabajadores que no pueden permitirse vivir en el centro. El trasiego es incesante: cuatro millones de ellos se suben a los convoyes al cabo del día. Conforme nos alejamos de Fort, Worli y Kalbadevi, el 'downtown' de esta megametrópoli llamada Bombay, las diferencias se hacen abrumadoras. Cuando el tren llega a la estación de Mahim, una de las dos que envuelve el suburbio, el espectáculo que se despliega a la vista es descorazonador.
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El primer sentido que se activa, agredido, es el olfato, fruto de una amalgama de olores a sudor, a especies, a sumidero, pero entre los que se impone el de la basura, que nadie se preocupa por retirar y que a 35º y con una humedad del 85% es nauseabundo. El segundo es la vista, superada por ese perfil de tejados de uralita y antenas parabólicas en las que ha hecho presa la herrumbre, de toldos anárquicos, de fachadas desvencijadas, de viviendas de una sola habitación donde se hacinan diez personas. El tercero es el oído, golpeado por una sinfonía de bocinazos, de vendedores ambulantes, de cuervos que graznan y vacas que mugen; de máquinas que regurgitan plástico, cartones, vidrios o telas en la negrura de unas lonjas donde se trabaja a destajo y por un sueldo de miseria. Los siete círculos del infierno de Dante apilados en dos kilómetros cuadrados donde se refugian 1,2 millones de personas.
Llueve cuando llegamos a Dharavi y el agua corre sin control por cada rendija, cubriendo de una pátina negruzca las paredes, adentrándose en las viviendas que sus moradores procuran poner a salvo con cartones y palés que se demuestran insuficientes. No tardamos en comprobar que el dédalo de callejuelas que se adentra en el suburbio se estrecha más y más hasta parecer una red de capilares, hecha de pasillos por los que apenas pasa un hombre y donde cruzarse con otro de frente obliga a hacer malabarismos. En este pozo donde la luz del sol entra sesgada, la intimidad no existe.
Pese a llevar en pie desde finales del siglo XIX, cuando las autoridades coloniales limpiaron de fábricas y talleres el centro de Bombay, Dharavi vive de prestado. Todas las casas de este antiguo poblado pesquero están fuera de ordenación, son ilegales, y el Gobierno se reserva el derecho de entrar allí con excavadoras y demolerlo todo en cualquier momento. De hecho hay planes para transformarlo en un distrito moderno, con viviendas normales y tiendas, un proyecto que costaría no menos de 2.000 millones de euros. Entretanto, los propietarios de los pisos los compartimentan para alojar allí a sus empleados o los alquilen a precios desquiciantes –200 dólares al mes– a familias que llegan de fuera y no tienen otro sitio donde caerse muertas.
Aunque lo que vemos se empeñe en desmentirlo, Dharavi es una fábrica de hacer dinero y el reciclaje, su principal industria. Aluminio, cajas de madera, cartones. jeans, parachoques... Y, sobre todo, plástico, que una multitud de peones clasifica por tipos para después transportarlo a una planta donde se desmenuzará como granalla. Como acreditan las curtidurías y los vertidos a la red de aguas, la contaminación no es algo por lo que sus habitantes se rasguen las vestiduras. De allí salen lo mismo mochilas que carcasas de televisores, zapatillas deportivas o carteras. También artículos bordados y hasta cerámica. Cinco mil negocios, 15.000 fábricas montadas la mayoría en habitaciones sin más luz que la de una bombilla macilenta que cuelga del techo, 250.000 empleos. Se calcula que la facturación –de la que se benefician las marcas textiles más prestigiosas del mercado internacional– ronda los 650 millones de euros al año.
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En el sector 'residencial' viven las familias de los trabajadores o estos se amontonan al acabar la jornada con sus compañeros de cuadrilla; profesionales no cualificados, en su mayoría procedentes de Bihar, el estado indio más atrasado y vivero de mano de obra barata. Un universo opresivo donde los cortes de luz son recurrentes y el suministro de agua está limitado a unas pocas horas al amanecer y al ponerse el sol; donde la falta de espacio obliga a tirar de baños comunitarios ante los que se forman largas colas.
Aziz y Sana, un matrimonio musulmán –él de 28 años, ella de 26– viven al lado de ese pozo negro, el único disponible en un radio de 1.500 vecinos, cerca del que discurre un cauce que debió alguna vez ser río y ahora es, pura y llanamente, un sumidero. Su vivienda –más bien una habitación de techo alto, donde han armado una falsa segunda planta– está separada del suelo por dos peldaños, lo que les ofrece una mínima protección frente a las crecidas.
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Aún no tienen hijos, pero con ellos vive una cabra que se han propuesto sacrificar en el Bakra Goat, un gesto con el que esperan obtener algún rédito del Más Allá. Él se gana la vida en un taller mecánico fuera del suburbio –otros lo hacen en 'call centers' por toda la ciudad– y ella cuida de la 'casa', siguiendo una ley inmutable: las mujeres no trabajan en Dharavi. Magro consuelo cuando el suelo mensual ronda las 15.000 rupias (190 euros) y la necesidad preside hasta el acto más banal.
Sus rostros son recelosos, nada que ver con la alegría contagiosa que se respira en estados como Kerala o Tamil Nadu. Tras el estreno de la oscarizada 'Slumdog Millionaire', la historia con ribetes de epopeya de un chaval del barrio que alcanza la fama y el amor –muy importante, el país está enganchado a las telenovelas–, el suburbio se convirtió en un reclamo irrestible para los turistas, llegando a desbancar incluso en visitas al Taj Mahal. Semejante invasión acabó consumiendo la paciencia de sus habitantes, y hoy no hay guía ni touroperador que no advierta del riesgo de sacar fotos en esta pasarela de miseria salpicada aquí y allá de carteles de películas 'made in Bollywood'. Hindúes y musulmanes –estos últimos suponen el 30% de la población del barrio, frente al 13% en el resto de India–conviven en aparente paz a la espera de que salte una chispa, como cuando terroristas pakistaníes desataron en 2008 una cadena de atentados y se llevaron por delante la vida de 173 personas, de ellos una treintena extranjeros. En cuanto el odio se apodera de las calles, el barrio se convierte en una tea.
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Pero no todo en Dharavi se lee en clave negativa. Hoy dos escuelas públicas y dos privadas que enseñan en inglés –el 69% de los niños están escolarizados, una cifra récord en el ranking chabolista–, con niños que van a clase vestidos de uniforme mientras sus padres chapotean en el fando sin más protección que un dhoti envolviendo sus pìernas enjutas. También hay mezquitas e iglesias, hospitales y clínicas, permanentemente al límite de sus recursos, como corresponde a este reservorio de difteria, fiebres tifoideas, cólera, polio y, por supuesto, coronavirus. Diez millones de dioses integran el santoral hindú, aunque cueste creer que alguien se haya molestado en contarlos. Pero lo cierto es que Dharavi no parece importarles a ninguno.
2 kilómetros cuadrados albergan la mayor concentración de pobreza. El suministro de agua se limita a unas pocas horas y el río que cruza Dharavi es como una cloaca a cielo abierto.
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