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Zigor Aldama
Domingo, 25 de diciembre 2022
Hasta hace solo un mes, Hu Yen no conocía a nadie que se hubiese infectado del coronavirus en China. Ni a nadie que conociese a alguien contagiado. «Ahora lo difícil es encontrar a alguna persona que no esté con fiebre», comenta desde Liyang, en la provincia oriental de Jiangsu. En su casa, el primero en caer fue su marido. Se aisló en una habitación y, durante un par de días, la pareja creyó que ni ella ni sus dos hijas se contagiarían. Pero, ahora, el termómetro le marca 38,5 grados y es solo cuestión de tiempo que el test de antígenos dibuje dos barritas.
«El problema es que no hay medicamentos para combatir los síntomas», se lamenta. Como sucedió al inicio de la pandemia con las mascarillas, en las farmacias ahora es imposible encontrar pastillas de paracetamol o ibuprofeno. Mucha gente ha hecho acopio de ellas como hizo con el papel higiénico en 2020, y Hu ha tenido que recurrir a la escuela de las niñas para conseguir un par de cajas.
Su historia es la de cientos de miles de ciudadanos chinos. Porque, después de haber mantenido una estricta política de 'cero covid' durante casi tres años, el gigante asiático ha decidido suprimir la mayoría de las restricciones y permitir que la variante ómicron campe a sus anchas. Así, la foto del test positivo que tanto se popularizó en Occidente con la irrupción de esa cepa inunda ahora las redes sociales de China y vacía sus calles. El arquitecto vasco Julen Asua, residente en Shanghái, estima que la megalópolis «está funcionando al 15% de su actividad normal». Él también ha dado positivo y, como la mayoría, todo apunta a que superará la enfermedad con síntomas leves o moderados.
Pero hay dos asuntos que preocupan en el país. El principal es que la elevada densidad de población de la mitad oriental y el rudimentario estado del sistema sanitario son una amenaza para quienes desarrollen síntomas más graves. Si durante el período del 'cero covid' la población temía acabar confinada en un centro de cuarentena centralizada, ahora el principal miedo es tener que acudir a un hospital para recibir tratamiento. Porque, aunque aún no es generalizado, en muchos la saturación está alcanzando niveles alarmantes.
Para evitar su colapso, el Gobierno ha salpicado las ciudades de 'clínicas para la fiebre' -casi 1.300 solo en Pekín-, a menudo casetas de PCR reconvertidas en un punto sanitario en el que se hace un primer reconocimiento y se ofrecen medicamentos. «Si los tienen, porque en tres se habían acabado», cuenta Xu, una joven de Shanghái que ha tenido que peregrinar de farmacia en farmacia para encontrar una caja de panadol. «Al final he comprado medicina tradicional china, porque no quedaba nada más», relata. A pesar de todo, está tranquila. «No es un virus tan letal como nos querían hacer creer», critica, subrayando el abrupto giro de 180 grados que ha dado la narrativa oficial sobre el covid.
De repente, aunque diferentes expertos alertan de que en esta ola podría infectarse hasta el 80% de la población china, los medios chinos han pasado de recalcar el peligro que suponía contraer el coronavirus, incidiendo en las consecuencias relacionadas con el 'long covid' y criticando la laxitud de los países occidentales, a tranquilizar a la población asegurando que los síntomas desaparecen en poco más de una semana. Además, se desconoce cuánta gente se está contagiando porque los tests masivos son ya cosa del pasado, y el número oficial de muertos por la enfermedad -seis desde que se relajaron las restricciones el 7 de diciembre- minimiza la magnitud de un problema que está llenando morgues y crematorios. La etiqueta de 'fallecido por covid' solo se pone a quienes mueren por complicaciones respiratorias provocadas directamente por el virus.
Un buen ejemplo de la situación que se vive es el que relata Wang Xiangwei en el diario South China Morning Post. El padre octogenario de un amigo suyo comenzó a tener problemas para respirar el pasado lunes, y una ambulancia acudió a su rescate después de haber tratado de contactar durante bastante tiempo con los servicios de emergencia. Su hijo, que estaba de viaje de negocios en el sur y cogió un avión de urgencia, se encontró a su progenitor aún en la ambulancia, aparcada durante casi tres horas frente a la puerta del hospital al que lo habían trasladado, porque no había ni camas de UCI libres ni bombonas de oxígeno.
Su padre falleció 15 minutos después de lograr una cama. Según el certificado de defunción, un infarto es lo que le mató. En la morgue, los frigoríficos estaban llenos y había bolsas amarillas con cadáveres en los pasillos y el almacén. Tal es la saturación que le dijeron que no podrían incinerar el cuerpo de su padre en menos de siete días.
El actor Wang Jingsong también perdió a su madre por el covid y en las respuestas al mensaje que publicó en Weibo, cientos de internautas compartieron historias de desesperación que contradicen las cifras oficiales. Según diferentes proyecciones, entre uno y dos millones de chinos podrían perder la vida si la ola se agrava; en el extremo más optimista, las Autoridades esperan que el pico se supere a mediados de enero sin una abultada factura humana.
En cualquier caso, la segunda mayor preocupación del país es el impacto que el tsunami de infecciones tendrá en el tejido productivo del mayor centro manufacturero del planeta. «Las empresas nos estamos quedando sin trabajadores, porque la mayoría está enfermando», explica un industrial de Zhejiang que pide mantenerse en el anonimato. «Hemos tenido que parar varias líneas y no descarto que tengamos que cerrar por completo, porque también están fallando nuestros proveedores», añade.
Que esto suceda justo antes del Año Nuevo Lunar -que se celebra el 22 de enero- es tanto un quebradero de cabeza como un alivio. «Muchos preveían hacer las últimas entregas del año antes de las vacaciones. Para esos va a ser duro. Pero otros, incluidos nosotros, teníamos ya programado el cierre durante tres semanas, por lo que, si el pico coincide con las celebraciones, no debería afectar demasiado a la producción», comenta el empresario. La incógnita es cuántos de sus empleados regresarán cuando concluya el principal período vacacional del país. De momento, muchas fábricas han advertido ya a sus clientes de posibles retrasos en los envíos, «un golpe duro después de dos años de incertidumbre».
Lo mismo sucede en tiendas y restaurantes. Después de haber sufrido cierres intermitentes desde 2020, a los que muchos no han sobrevivido, ahora se ven obligados a bajar la persiana por la falta de personal. O de clientes, porque muchos prefieren no arriesgarse y han reducido el contacto humano al mínimo indispensable. Por otro lado, los repartidores a domicilio, que han sido el salvavidas tanto de la hostelería como de la población confinada en sus bloques de viviendas, también sucumben al virus y ponen en jaque las redes logísticas.
Aunque gran parte de la población china respira aliviada por el fin del 'cero covid', la repentina desescalada y la falta de previsión están recibiendo numerosas críticas de los ciudadanos. «Había que acabar con las restricciones y el aislamiento, pero tendrían que haberlo planificado mejor. Parece que no hemos aprendido nada, y eso que hemos visto las consecuencis en el resto del mundo. Lo mínimo que se puede exigir es que haya medicamentos suficientes y que las personas más vulnerables estén vacunadas», dispara Xu.
No en vano, aunque solo falta por inocular al 10% de la población -con fórmulas chinas que son ligeramente menos eficientes que las de Pfizer y Moderna-, en su mayoría corresponde a gente mayor que rechaza esa protección. «A veces me da la sensación de que el Gobierno ha respondido así como represalia por las manifestaciones. Como diciendo, 'queréis contagiaros, pues corred con las consecuencias que ya os habíamos advertido'», añade esta administrativa.
Pero que el virus corra sin control por un país con 1.400 millones de habitantes preocupa a la Organización Mundial de la Salud. Porque, aunque la variante BF7 de ómicron no es especialmente virulenta, siempre cabe la posibilidad de una mutación que sí lo acabe siendo. Y, por eso, países como India han comenzado a realizar tests aleatorios a los viajeros que llegan a su territorio. «La pandemia no ha acabado. El virus cambia su cara de cuando en cuando», justificó el ministro de Sanidad, Mansukh Mandaviya.
A pesar de todo, no parece que China vaya a echar marcha atrás en su proceso de desescalada. Buen ejemplo de ello es la intención de incrementar las operaciones en vuelos internacionales, que se han mantenido en los mínimos indispensables desde que el 28 de marzo de 2020 Pekín decretó el cierre casi total de sus fronteras. Poco a poco, se van retomando conexiones como el Shanghái – Atenas que volvió a operar el pasado jueves. Y esa reintegración en el mundo global preocupa a algunos, que ven cómo, una vez más, China vuelve a ser la zona cero de la pandemia.
Según una encuesta realizada por este periodista, un 65% del millar de personas que ha respondido cree que se deberían imponer cuarentenas a la llegada de los residentes en China, de forma recíproca a lo que se hace en el país asiático. Sin embargo, este dato contrasta con el de la preocupación que provoca la situación de China entre el público occidental: un 62% asegura que no le provoca zozobra alguna. Al fin y al cabo, para la mayoría el coronavirus ya es solo una gripe más.
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