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sergio garcía
Domingo, 8 de noviembre 2020, 01:46
Quién tuviera la fuerza de cuando éramos capaces de abrevar tanta utopía?», clamaba José Alberto Mújica, 'el Pepe' para los uruguayos, durante su discurso en la ONU en septiembre de 2013. Siete años, una presidencia del país y un mandato como senador más tarde, el ... apóstol de la austeridad abandona la política. Y no lo hace acuciado por sus rivales ni por los esqueletos que guarde en el armario, sino por los rigores de la pandemia y el riesgo que supone para un hombre de 85 primaveras que arrastra una enfermedad inmunológica crónica. «Si mañana aparece un remedio, yo no me puedo ni vacunar», claudica, sabedor de que hay un tiempo para llegar y un tiempo para irse.
Es así, ligero de equipaje, como se ha vuelto a su chacra, una casa modesta en el campo, no muy lejos de Montevideo, adonde se llega por pistas de tierra. Allí le esperan su mujer, la también senadora Lucía Topolansky, un Volkswagen 'escarabajo' de color azul celeste y una perra con tres patas, 'Manuela'. Vestíbulo, cocina, baño y dormitorio. Nada distingue su casa de las que le rodean: la misma ropa secando al viento, el galpón donde guarda el tractor, las gallinas revolucionándolo todo... Tampoco la seguridad parece quitarle el suelo. En la cumbre de su carrera, y tras rechazar vivir en el Palacio Presidencial, custodiaban su casa dos guardias en una garita con dos conos naranjas en el suelo. «Yo he sido guerrillero, ¿sabe usted? Y cuando vienen a por uno, si te la quieren dar te la van a dar».
A Mújica se le puede tachar de muchas cosas menos de no ser consecuente. Cuando era presidente cobraba 12.000 dólares al mes y donaba el 90% a obras de caridad. «Me comí 14 años en la cana (la cárcel). La noche que me ponían un colchón me sentía confortable, aprendí que si no puedes ser feliz con pocas cosas no lo vas a ser con muchas». El rey Juan Carlos visitó a Mújica en 2015 y éste le recibió en mangas de camisa en un jardín rodeado de malezas. «El presidente más pobre del mundo me llaman, yo les digo que pobre es el que mucho precisa». El emérito, apoyado en el bastón que no le abandona desde Botsuana, sonreía y guardaba silencio. «Bueno, cada uno tiene su homilía», remendaba el anfitrión.
El cargo de senador, recordaba recientemente en su despedida de la Cámara Alta, «significa andar con gente y hablar por todos lados, el partido no se juega en los despachos». Lleva 60 años en política y las ha pasado de todos los colores, aunque como le gusta recordar no vive para cobrar cuentas. Su papel en este quilombo que es la vida ha sido «trabajar a trueno, a sabiendas de que es para otros la llovida». Entre sus reformas rompedoras están la legalización de la marihuana -«no es bonito, pero es mejor que regalar gente al narco», decía-, del aborto y del matrimonio homosexual.
Siempre denunciando la codicia de los poderosos, las desigualdades sociales, los ataques al medio ambiente. El consumismo disparatado y su primo hermano, el despilfarro. En una época que cultiva el cinismo, y como diría Santos Discépolo de chorros, maquiavelos y estafaos, habrá pocos políticos que inspiren el respeto unánime que concita Mújica, cuyas intervenciones se vuelven virales en las redes sociales, las mismas de las que paradójicamente huye como de la peste. Aparte del televisor, su única concesión a la tecnología es una tablet donde sigue las noticias.
Claro que no todo el monte es orégano. A Mujica le pasa un poco como a los profetas: despierta más elogios fuera de su país que dentro. Ganó las elecciones de 2009 por un amplio margen, pero a falta de un año para que concluyera su mandato su popularidad había caído un 50%. Su rival en las urnas y expresidente, Luis A. Lacalle, le acusaba de haber desaprovechado la oportunidad de impulsar la salud, la educación, las obras públicas. Le reprochaban también su tendencia a usar palabras gruesas en su afán, decían, de parecer más popular. «El presidente tiene que ser un ejemplo», repetían. La prédica constante de la austeridad tampoco es garantía de aprobación.
No siempre fue así. En los 60, cuando Mújica todavía no era 'el Pepe', entró a formar parte del grupo guerrillero Tupamaros. No eran ningunas monjas de la caridad. Influidos por la Cuba revolucionaria, practicaban secuestros, asaltos y ejecuciones. El propio Mújica fue encarcelado acusado de matar a un policía. Protagonizó dos fugas y resultó herido de bala, pero no fue hasta 1973 cuando se selló su destino. Tras el golpe de estado que instauró una dictadura militar y llevó al poder a Juan María Bordaberry, integró un grupo de nueve «rehenes» a los que el régimen sometió a torturas y mantuvo en condiciones infrahumanas, incluidos dos años incomunicado en un pozo donde a punto estuvo de perder la cordura.
«Pasé siete años sin leer un libro, pero a cambio aprendí a galopar hacia adentro para no volverme loco». Su descenso a los infiernos, recogido en la película 'La noche de 12 años' en la que Antonio de la Torre interpreta a Mújica, duraría hasta 1985, fecha en la que él y compañeros como Eleuterio Fernández Huidobro, más tarde ministro de Defensa -las vueltas que da la vida-, y el periodista Mauricio Rosencof quedaron en libertad. El hombre que salió de aquella celda estaba lejos de renunciar a sus ideales, pero nunca sería el mismo. «Cargo con el deber de luchar por la tolerancia, precisa para aquellos con los que discrepamos», admitiría años más tarde en Naciones Unidas.
Tras beneficiarse de la amnistía, Pepe pasó a integrar el Frente Amplio, una coalición de izquierdas que acabó absorbiendo a los tupamaros. Fue diputado, senador, ministro de Agricultura, presidente de gobierno y de nuevo senador. Todo ello en un país de apenas 3,5 millones de habitantes, un absoluto desconocido para el mundo más allá de las hazañas futbolísticas de 'la celeste' y eclipsado por la vecina Argentina aunque supere su renta per cápita en un 33%. Recluido ahora en su casa, se dedica a cultivar flores y hortalizas. Eso y cantar tangos. La vida, dice, es porvenir y todos los días amanece.
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