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A. F. Moreno
Domingo, 2 de junio 2024, 23:21
A las 7:30 de la mañana, media hora antes de que se abrieran oficialmente las urnas, ya se había formado una pequeña cola de votantes en la casilla electoral del malecón de Cozumel, entre las avenidas 7 y 11 Sur. Eran diez o doce ... personas de todo tipo y pelaje, desde el curtido buzo en bermudas, descalzo, con un tatuaje de Shiva en el brazo y una mascarilla quirúrgica en el rostro con el simbólico banderín del buceo, al taxista en guayabera, isleño de toda la vida, o la cajera yucateca bajo la sombra de un negro paraguas más propio de Londres que de una isla tropical. El sol, pese a no ser todavía las ocho de la mañana, ya disparaba el termómetro por encima de los 28 grados y amenazaba con pasar de los 32 bajo una humedad relativa cercana al 70%.
A la izquierda de los aspirantes a votar, el Caribe, turquesa e indiferente, aparecía flanqueado por imponentes patrullas de policías y militares armados con metralletas que apuntaban hacia abajo, como si no temieran acabar dándose un tiro en el pie... A su derecha, sobre la explanada de la oficina de correos, un par de enormes toldos blancos a modo de jaimas cobijaban las mesas electorales donde un trasiego de gente acreditada montaba como podía frágiles urnas de plástico de carpeta, desplegables, desechables y supuestamente recicables, mientras otros organizaban gruesos montones de papeletas (boletas las llaman aquí) tamaño sábana o se entregaban directamente al bricolaje instalando una suerte de probadores como de camping destinados a ocultar al elector (hasta la rodilla) tras unos toldillos blancos plastificados que pregonaban con enormes letras negras el lema principal de la jornada: «El voto es libre y secreto».
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M. Pérez
Libre y secreto, puede. Pero puntual, no. Ya eran las ocho y media y aún no habían abierto las urnas, lo cual no conseguía enervar el ánimo de los integrantes de la cola, que ya pasaban de treinta... Con un nivel de estrés caribeño cercano al cero absoluto, la mayoría charlaba animadamente con sus vecinos como si la falta de eficiencia política y el calorazo infernal fueran inclemencias cotidianas perfectamente asumibles. «Hola, Piliqui, ¿qué tal tu hija, ya está grande? ¿Ah, trabaja? Qué bueno que ya se acomodó...»
A esa hora, Karina Morales, la encargada de recoger la credencial de elector de cada votante, justificaba el retraso con una excusa inapelable: «Lo siento, somos novatos». Embutida en una elástica camiseta que pregonaba 'Game over' (se acabó el juego), la obesidad mórbida de la encantadora Karina contrastaba con su dulce sonrisa. México como país tiene también algo de eso, una mezcla de monstruosidad y buena onda.
Al europeo lo primero que le sorprende es que al sufrido mexicano le hagan votar tantas veces en una sola jornada. En Cozumel este domingo eran cinco las urnas de plástico translúcido donde había que introducir, a duras penas y doblada en cuatro partes, la gigantesca boleta. Cada urna con un color diferente y su correspondiente letrero: Diputaciones locales, Ayuntamiento, Diputaciones federales, Senadores y Presidente. Poca cosa comparada con la situación de estados como Jalisco, donde las urnas llegaban a la media docena.
Como es costumbre en México, una vez emitido el voto, a cada elector le pintaban la huella del dedo gordo de la mano derecha con un rotulador de tinta indeleble para dejarlo marcado e incapacitado para volver a votar... (al menos durante dos días). Las redes sociales de los mexicanos se llenaron este domingo de fotos con el pulgar en alto manchado de tinta. Era la forma de reafirmar que en este atribulado país, hoy dividido y polarizado como tantos otros, y donde se registraron todo tipo de incicencias, el voto debe seguir siendo libre, secreto... Y, al menos, en lugares como la caribeña isla de Cozumel, casi una fiesta.
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