Si hay algún país donde el horror se supera sistemáticamente a sí mismo, es Haití. Quienes creyeron haber visto el apocalipsis tras el dantesco terremoto de 2010, que obligó a los vivos a quemar pilas de muertos para poder hacinarse sobre el pavimento, no se ... atreverían a poner hoy un pie en las calles. Según las estimaciones, el 95% de la capital está tomada por las bandas, lo que explica que la población haya intentado refugiarse en la estrecha franja de territorio libre que rodea a las embajadas y otros edificios internacionales.
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No es que acampen en los parques, sino pegados a los muros de lo poco que se respeta, como la embajada de Estados Unidos. Desde ahí docenas de familias escuchaban esta semana los disparos y alaridos a poca distancia de quienes quemaban sus casas, pero también -el miércoles- los chorros de agua a presión y los disparos de gases lacrimógenos con que la Policía Nacional los desalojó. Al día siguiente, el Departamento de Estado norteamericano ordenó a todo el personal que no sea de emergencia abandonar el país «debido a la actual situación de inseguridad y los persistentes desafíos de infraestructura». Ni siquiera el barrio de Tabarre, donde se ubican las embajadas, es seguro.
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Eso supondrá también más dificultades para quienes necesiten obtener documentación para viajar, pero el Departamento de Estado lo tiene claro: «La seguridad de nuestro personal es lo primero», zanjó Brian Nichols, asistente del secretario de Estado para Asuntos del Hemisferio Occidental, región en la que Haití siempre ha sido el país más pobre.
El tiempo se agota. Muchos defenderían que Haití ya ni siquiera es un Estado. Desde que hace dos años el presidente Jovenel Moise fuera asesinado de madrugada en sus aposentos por un comando de mercenarios que, sospechosamente, burló la seguridad de su mansión, el caos se ha apoderado del país. O las bandas, que vienen a ser lo mismo. En diciembre, la ONU estimaba que estos grupos controlaban el 60% de la capital. En abril, el 80%. Hace dos semanas, el 95%. El primer ministro, Ariel Henry, que heredó el Gobierno haitiano sin pasar por las urnas ni tener contrato social, pidió en octubre a Naciones Unidas una fuerza internacional que le ayude a recuperar las calles.
En otoño pasado, Barbecue, líder de una de las 200 bandas que según Global Initiative Against Transnational Organized Crime operan en el país, tomó el control de los puertos provocando una escasez de combustible, alimentos y agua que paralizó Haití y dejó a la mitad de la población con hambre y sed. Según un informe publicado por Unicef en mayo, uno de cada cuatro niños haitianos sufre ya «severa desnutrición crónica». La ONU calcula que casi cinco millones de habitantes -de los 11,5 que suma la nación- no pueden poner comida en la mesa de forma habitual, lo que convierte a este Estado en uno de los que sufren mayor inseguridad alimenticia en el mundo.
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En barrios como Cité Soleil, un joven de 17 años contó al diplomático de Barbados Oliver Jackman que es más fácil conseguir un arma que un plato de comida, a pesar del embargo del armamento que en octubre pasado impuso el Consejo de Seguridad. Con todo, entre enero y junio, el número de asesinatos aumentó un 67,5% en comparación con el año pasado, duplicando el millar de muertos hasta los 2.094, según los datos de la Policía Nacional, considerados sustancialmente por debajo de la realidad.
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En Haití el número de muertos nunca dará cuenta de la realidad que asola el país. Eso lo muestran los cadáveres mutilados, apaleados o quemados, expuestos en las calles para escarnio público. Tanto, que los haitianos se han acostumbrado a pasar por delante haciendo la vista gorda, como si quien prestara demasiada atención fuera a pagar las consecuencias. En una nación donde domina la creencia de que sólo la violencia puede acabar con la violencia, el movimiento de vigilantes conocido como Bwa Kale, emergido para combatir a las bandas, ha matado salvajemente a más de 200 presuntos miembros entre abril y junio. Como respuesta, los grupos han creado el de Zam Pale, con el que ha escalado la guerra callejera y el reclutamiento de jóvenes.
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Si la violencia sexual es un arma de guerra habitual en los conflictos más sangrientos, en Haití alcanza niveles que hacen palidecer al Estado Islámico. El informe de la ONU lo califica de «perverso». Cuando las bandas llegan con alaridos, machetes y ametralladoras a conquistar territorio no se salvan ni niñas ni ancianas. Queman las casas con sus habitantes dentro, asesinan a los que escapan y violan colectivamente a mujeres de todas las edades durante horas. En abril, durante un ataque al barrio de Dèyè Mi, al menos 49 fueron víctimas de esas agresiones hasta que alguna cayó muerta. Siete de ellas fueron mutiladas y sus cadáveres expuestos públicamente.
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Mercedes Gallego
Gerardo Elorriaga
Mercedes Gallego
Un estudio publicado en mayo por ONU Mujeres y Global Initiative Against Transnational Organized Crime, con los testimonios de cerca de un millar de vecinas del barrio de Cité Soleil, reveló que el 80% había sido víctima de violencia sexual, especialmente en las áreas donde la lucha entre bandas es más intensa.
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«Dormimos en la calle porque cuando llegan las bandas y prenden fuego a las casas no da tiempo a salir», contó una mujer a Associated Press. Como resultado, la Organización Internacional de Migración estimaba en marzo que en Puerto Príncipe, la capital haitiana, había casi 130.000 desplazados por la lucha de bandas, que controlan las principales arterias de comunicación, paralizando la actividad económica y extorsionando sistemáticamente a los camiones y los vehículos que circulan por ellas.
El rescate por un secuestro está en torno a los 200.000 dólares (algo más de 181.000 euros), por lo que las ONG han huido del país y hasta las remesas de los nacionales en el extranjero, que suponen el 25% del PIB, han caído un 9% en el último año debido a la inflación y la crisis económica mundial. Y si de inflación se trata, la de Haití alcanzó en marzo el 48,3%, con una caída de las exportaciones del 21,6% y el desplome del gourde (la moneda nacional) frente a la divisa estadounidense.
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El pasado día 9, Médicos Sin Fronteras, cuyo personal ya se puso en huelga el año pasado en protesta por los secuestros médicos «que cuestan vidas», cerró el hospital que operaba en la capital después de que una veintena de enmascarados irrumpiese a punta de pistola en un quirófano donde se operaba a una persona para llevársela por la fuerza. «Hay tanto desprecio por la vida humana y tal nivel de violencia que ni siquiera se perdona a los más vulnerables, enfermos o heridos», lamentó en un comunicado Mahaman Bachard Iro, coordinador de esta organización en el país.
Los haitianos están «atrapados en una pesadilla viviente», concluyó el secretario general de la ONU, António Guterres, al visitar la isla a principios de mes. «Este es un momento crítico que no podemos permitirnos el lujo de desaprovechar. Es hora de solidaridad internacional y de acción inmediata», suplicó.
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El pasado 7 de julio Haití conmemoró el segundo aniversario de uno de los acontecimientos más trágicos de su historia reciente: el asesinato a sangre fría del presidente Jovenel Moise por una veintena de hombres que irrumpieron en su residencia. La fecha se convirtió en un amargo recordatorio para un país en el que la impunidad por ese crimen y el vacío institucional parecen haberse instalado de la mano de una espiral de violencia sin precedentes.
Haití sobrevive a la deriva. Con un Gobierno cuya legitimidad es cuestionada por la comunidad internacional y sin haber puesto fecha aún a unos comicios presidenciales que deberían celebrarse este año tras haber sido aplazados en dos ocasiones desde el asesinato de Moise.
A la crisis política se suma la devastación aún presente tras el terremoto de agosto de 2021, que dejó 2.200 muertos y casi 13.000 heridos en el suroeste del país. La recuperación avanza lenta y se suma a las tareas inacabadas del seísmo que destrozó Puerto Príncipe en 2010 y acabó con la vida de unas 200.000 personas. (Por I. Ugalde)
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