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Dina Ercilia Boluarte Zegarra hará historia. La cuestión es desentrañar qué tipo de capítulo escribirá. En cualquier caso, no se incorporará a la memoria colectiva sólo por ser la primera mujer que accede a la presidencia peruana. Posiblemente, será recordada por la enorme crisis política que la aupó y la forma en la que se resolvió el conflicto generado por el fallido autogolpe de Pedro Castillo, su predecesor. Pero, hoy, cuando Perú acaba de declarar el estado de emergencia por los disturbios, ese desenlace ni siquiera se ha esbozado.
Boluarte se ha hecho con el poder por sorpresa, como suele suceder con los dirigentes de la república andina. Nadie esperaba realmente a Alberto Fujimori, Alejandro Toledo, Alan García o a Ollanta Humala, pero alcanzaron la cima y se precipitaron al abismo penal alcanzados por la larga sombra de la corrupción. Perú da alas a insospechados Ícaros que luego condena a los infiernos. Llegan revestidos del calor popular y acaban en las fauces de los tribunales.
Los primeros gestos de la jefa del Ejecutivo han demostrado su escasa capacidad de maniobra en un escenario cada vez más complejo, dominado por la furia de las masas. Tampoco cuenta con gran experiencia política. Boluarte es una gestora ligada a la Administración estatal. Esta abogada nació hace 60 años en Chalhuanca, en la región meridional de Apurímac, hoy epicentro de la insurgencia popular. Su destino parecía inscrito en la alta burguesía funcionarial, pero la ambición política la ha llevado más allá del Registro Nacional de Identificación y Estado Civil (Reniec), donde trabajaba desde 2007.
La ascensión al poder ha estado sembrada de fracasos. En 2018 no tuvo éxito como candidata a la alcaldía del distrito de Surquillo, una de las zonas acomodadas de la capital, y tampoco obtuvo un escaño cuando, dos años después, se presentó a los comicios parlamentarios. Pero la cercanía a Pedro Castillo le granjeó la posibilidad de integrarse en la dupla presidencial para las elecciones generales de 2021. La victoria de Perú Libre, alianza de grupos de izquierda, la condujo desde los sucesivos reveses hasta el Ministerio de Desarrollo e Inclusión Social en el que ha permanecido a lo largo de cuatro gabinetes consecutivos.
La política peruana es un laberinto en el que parecen caer todos aquellos que intentan domeñarla. La dirigente fue denunciada hace un año por presuntos delitos de abuso de autoridad, omisión de actos funcionales y negociación incompatible. Estas acusaciones se derivaban de su decisión de mantener el cargo en Reniec y en la dirección del Club Apurimac, una entidad privada, mientras asumía cargos gubernamentales. La acusación fue archivada.
Peor suerte corrió cuando reconoció ante un medio nacional que no compartía la ideología del partido gubernamental. La crisis que generó no resulta menos insólita. Fue expulsada de la formación y Vladimir Cerrón, secretario de la formación, publicó el tuit: «Siempre leales, traidores nunca», pero no perdió el favor presidencial.
El movimiento autoritario de Castillo, que ella rechaza, ha tenido lugar en este extraño entorno en el que la vicepresidenta, considerada un verso libre, es repudiada por el partido que la aupó. Fue elegida presidenta el pasado día 7 y su reacción inicial fue la de proseguir el mandato otorgado a Perú Libre hasta el año 2026, luego proclamar que las elecciones se adelantaran a 2024 y, en sus últimas declaraciones, sugerir que se podrían llevar a cabo en diciembre del próximo año.
Todo se ha ido de las manos. Los partidarios de Castillo, que no renuncia a su cargo, obstaculizan la acción del Congreso y la oposición reclama una convocatoria electoral inmediata que, legalmente, ella no puede convocar. Mientras tanto, el sur del territorio, bastión del expresidente, no la reconoce e inicia una insurrección popular que también se extiende a Lima.
El tiempo corre en contra de Dina Boluarte. Los partidarios del ex dirigente, ahora en prisión, se benefician del descrédito del Congreso y la clase política, repudiada por más del 80% de la ciudadanía. La presidenta se afana en un complejo encaje de bolillos Precisa de la oposición, ahora cuestionada en la calle, y es repudiada por los suyos. La supervivencia del gobierno podría implicar el anuncio en las próximas horas del estado de emergencia en todo el territorio.
El ideario de la mandataria no responde, aparentemente, al programa progresista de Perú Libre, según sus propias palabras, aunque no sabemos el grado de discordancia. El partido oficialista posee una ideología un tanto peculiar donde se mezclan presupuestos nacionalizadores en el ámbito minero, que no ha implementado, con un ultraconservador programa en el plano social que no reconoce la igualdad de género en el ámbito de la educación ni contempla el matrimonio homosexual. Entre sus propósitos, la presidenta ha abogado por la instauración de un sistema sanitario universal, pero las circunstancias reclaman medidas a muy corto plazo.
La presidenta llama al diálogo y los manifestantes piden su dimisión. La crispación evidencia un malestar generalizado. Perú es el país del milagro andino, con una economía favorecida por tres décadas de crecimiento. Desgraciadamente, como ocurre a menudo, las cifras macro ocultan una realidad mucho menos optimista. El autoempleo en condiciones de mera subsistencia implica a un 40% de los trabajadores y la polarización social es cada vez mayor. La jefa del Ejecutivo se enfrenta a una crisis coyuntural con raíces estructurales, similar a la que en Bolivia condujo a la presidencia a Jeanine Añez, ahora en prisión. Dina Boluarte traga saliva y apela, una vez más, a la conciliación. Por ahora, nadie la escucha.
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