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Bittor Zaldibar
Sábado, 11 de febrero 2023, 19:32
«Este es el peor país de mundo. Aquí no hay más que fatiga y miseria», se queja Francisco un jubilado que toma el fresco, sentado en el suelo a la sombra de su casa en Trinidad. «¡Nooo, es el mejor! -contestan a coro y ... con sorna sus vecinas-. El mejor porque aquí somos revolucionarios».
Desde la caída del bloque soviético en 1991 Cuba lleva experimentando una crisis permanente que la pandemia, la falta de turistas y el último huracán que tocó tierra, 'Ian', el pasado octubre, han agravado. Los grandes logros de la revolución -sanidad y educación- se han ido desmoronando como las mansiones coloniales de sus ciudades. La alta esperanza de vida que alcanza la población cubana no parece aliciente suficiente para las 150.000 personas que sólo en el primer semestre de 2022 abandonaron la isla. Y si a esto añadimos inflaciones superiores al 50%, subidas de precios constantes para los alimentos y pensiones de jubilación de 12 euros al mes, no es de extrañar la queja de Francisco y la ironía de sus vecinas.
En enero de 2021, el Gobierno decretó la unificación monetaria que acababa con el CUC o peso cubano convertible. Lo que ahora queda es el peso cubano a secas, una moneda que no cotiza, de uso interno y restringido; un medio de pago que se devalúa semanalmente en el mercado negro y que resulta tan incierta como la suerte corrida por el revolucionario Camilo Cienfuegos, desaparecido en extrañas circunstancias y del que nadie quiere hablar aunque siga sonriendo al pueblo de Cuba desde los billetes de 20 pesos.
Poco se puede hacer con ese peso cubano utilizado para comprar los productos más básicos: arroz, frijoles, azúcar, aceite de girasol, algunos tubérculos como yuca o malanga... Todo a precios elevados, haciendo cola y con la libreta de abastecimiento en la mano; una libreta que ya no garantiza el acceso a huevos, lácteos, fruta en los vacíos mercados... De carne, mejor no hablar.
El resto de los productos, desde una lata de tomate hasta un aparato de aire acondicionado, hay que comprarlo en las tiendas MLC (Moneda de Libre Cambio) y pagarlo en dólares, euros u otras divisas extranjeras equivalentes. Pero a los cubanos no se les paga en moneda extranjera. Al igual que el trapiche exprime con sus dentadas ruedas la caña de azúcar para extraer el jugo o guarapo, el Gobierno cubano está exprimiendo a sus compatriotas para que recolecten divisas, principalmente de los turistas, y se las entreguen en las tiendas MLC.
A partir de aquí todo es trueque, trapicheo, cadena de favores, «invención» o lo que es lo mismo: buscarse la vida: quien consigue unas cervezas, queso o tocino los vende en la reja de su ventana; quien recibe ropa de los visitantes o de su familia en otros países, la tiende, haciendo de la colada escaparate. Quien obtiene divisas de los turistas accede a una vida mejor. El Partido y el Ministerio del Interior, que lo saben bien, tejen una red cohesionada por la necesidad más extrema y de este modo asignan puestos, crean intereses y ejercen control sobre la población.
A Mayra no le gustan las tiendas MLC, que no dejan de proliferar a pesar de ser impopulares y motivo de protesta. Las revueltas que tuvieron lugar el pasado año se han vuelto a producir y la gente se ha echado a la calle en Santiago, en Pinar de Río, en La Habana. Mayra señala a los soldados de la Brigada Especial Nacional, con sus boinas negras y el negro gallo de pelea que lucen sobre los colores de la bandera. Es el cuerpo de élite encargado de reprimir las protestas y demás actividades contrarrevolucionarias.
No están solos. Les acompañan parejas de secretas sentados en los bancos y miembros del Comité para la Defensa de la Revolución con música atronando en los altavoces: «En cada cuadra un comité, en cada barrio revolución», para que no se repita lo de 2021, para recordar a los ciudadanos que en Cuba el Estado es el único garante de los derechos humanos y que hablar mal del Gobierno, sobre todo en las redes sociales, está penado por ley. Mientras tanto, los portones de la Casa de la Trova permanecen cerrados a la espera de la fiesta privada que se dará esa noche a los miembros del Partido. Al día siguiente se descansa.
Roberto, Alexander y Omar son médicos. Sólo el primero ejerce, los otros dos fabrican muebles de cajas y palés con el marido de una amiga que es carpintero, porque sin medios no es posible atender a los enfermos. Con los diarios cortes de luz, las colas kilométricas para repostar combustible, la falta de medicamentos y de material sanitario temían que su papel en la clínica y el hospital quedase reducido al de figurantes y de algo tienen que vivir. Roberto sigue operando, aunque sólo las urgencias. Cuando regresa a casa aparca el 'almendrón', el coche de los años 50 que heredó de su padre en un cobertizo que tiene en el jardín, pero sólo mete el morro. En el hueco que queda tiene un pequeño taller para remendar zapatos. «De algo hay que vivir», dice.
Yanet trabaja en una jaula de oro, un resort de lujo para turistas en los cayos. Tras cuatro horas de autobús por una carretera destartalada inicia un turno de 14 o 16 horas y de nuevo otras 4 horas para regresar a su hogar. Como libra al día siguiente, se dedica a administrar las propinas recibidas a cambio de una amabilidad y una sonrisa que cada día le cuestan más mantener. Su realidad son los apagones, la escasez, las colas, la «invención» constante, los dobles sentidos y la rápida actividad mental con parsimonia en los gestos. El resort está impecable, pero su ciudad está sucia: materia orgánica en descomposición, escombros, heces animales, basura sin recoger, agua estancada y hasta una cabeza de cabra y otra de cerdo que un palero (brujo malo) ha plantado en la calle.
A los turistas que llegan del norte por otra carretera bien asfaltada y señalizada no les falta de nada: ni langostas -monopolio del Gobierno-, ni electricidad, ni diversión. Disponen en abundancia de 'Vitamina R' (ron) en forma de mojito, daiquirí o piña colada. También vino español y chileno y cervezas de importación -la nacional es cada vez más difícil de conseguir por falta de medios para su envasado- y se llevan de vuelta una imagen paradisiaca de la isla. Todos los hoteles de Cuba, incluso aquellos gestionados por compañías extranjeras, son de propiedad local o mixta, de manera que sus cuentas de explotación sean opacas. Como el propio Gobierno admite, es más una apuesta política que económica.
A pesar de todo, Yanet se considera una privilegiada, sobre todo cuando se compara con los guajiros. El campo está limitado a sus propios recursos o a lo que le llega por la peligrosa carretera donde circulan a la contra carros de dos ruedas tirados por un caballo, bicicletas y peatones. Donde los viajeros agitan desesperados manojos de billetes a la espera de pasaje en guaguas y automóviles.
Y entre la propaganda repintada de hace 60 años, 'Hasta la victoria siempre', 'Patria o Muerte', llama la atención una consigna que pone palabras en boca de los campesinos: «Cultivar vuestros alimentos nos hace libres». En Cuba se debe entregar al Gobierno entre el 80% y el 90% de la producción agropecuaria y soportar los impagos. Matar una vaca conlleva entre 7 y 10 años de prisión.
El cultivo de caña escasea y el grupo azucarero Azucuba confiesa que no va a poder cumplir con sus compromisos internacionales. Los guajiros de Viñales y Vuelta Abajo sobreviven como pueden, miran pensativos las cuevas a donde huían indios y cimarrones tras quemar la cosecha y venden el poco tabaco que les deja el Gobierno con un argumento surrealista: «El nuestro no tiene nicotina».
Jorge recorre los parques de La Habana recogiendo vasos de plástico que luego lava y desinfecta con lejía para revender a un dólar el paquete de 50. A sus 70 años, este ex boxeador y ex profesor de boxeo de nariz rota y recosida, con su camiseta de baseball y su collar de abalorios rojo, azul y blanco con la estrella cubana, se muestra muy indignado. Pero no ha perdido la dignidad, no mendiga, no pide dinero a los turistas, sólo quiere que le escuchen, que sepan fuera lo que pasa en la isla: «Aquí lo que sobra es miedo. Y tenemos lo que nos merecemos porque somos incapaces de sacudirnos de encima a estos tiranos. En la anterior dictadura, cuando yo era un niño, había de todo, todavía me acuerdo de unos caramelos gruesos que comía. Pero en esta dictadura no hay nada, no tenemos nada. Sólo miedo».
Los argumentos del Gobierno son siempre los mismos: el bloqueo, la extrema derecha de Miami, los sacrificios que exige la Revolución. «A Cuba, ponle corazón», es una de tantas consignas repetidas con voz tonante, engolada y reverberada. Pero en la nueva realidad cubana se ha consolidado una élite cada vez más rica a costa de un pueblo cada vez más pobre. Han vuelto las clases sociales, la alegría ha desaparecido y la música ha dejado de sonar. ¿Dónde está la música? ¿Dónde están los músicos? ¿Dónde está el son, la guajira, la trova y la salsa? Apenas un par de combos a la espera de turistas en las bodeguitas, alguna banda municipal, un ensayo de boleros, amas de casa que hacen coro, cantautores aficionados y reguetón enlatado. Las calles y plazas de Santiago, Trinidad, Bayamo, Camagüey , Cienfuegos y La Habana están desoladas sin música. De un edificio abandonado sale un humo espeso. A nadie le importa. «¡Ay mamá, qué pasó! ¡Ay mamá, qué pasó!»
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