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En el Templo de las Pitones de Ouidah, al sur de Benín, no dan de comer a las serpientes, pero las dejan salir al exterior una vez por semana para que cacen ratones e insectos. Las que no regresan por su cuenta son devueltas por ... los vecinos, preocupados por su divinidad y encantados de contribuir a restituir el orden natural de las cosas. Las pitones reales no atacan al hombre, pero en cualquier otro lugar del mundo lo último que uno desea ver por la mañana es metro y medio de ofidio enrollado en el cesto de la ropa sucia. Las pitones son una forma de vudú y en Ouidah su culto se remonta al siglo XVII, no importa que al otro lado de la plaza se levante la iglesia de la Inmaculada Concepción. Entre ambos, un baobab gigante se levanta como llamando a la paz.
En Benín, el 40% de la población es cristiana -herencia de un pasado marcado por la colonización portuguesa y francesa-, un 26% son mulsulmanes y un tercio practica el culto animista. Pero todos, sin excepción, se cuid an mucho de despreciar a Shango, el espíritu de los cielos, el padre de las tormentas, de los truenos y relámpagos, capaz de fulminar a quienes no le muestran respeto. Pocas cosas son tan serias como el vudú, que significa 'fuerza' en idioma fon. Según esta creencia, los muertos no van al cielo o al infierno según los méritos que hayan atesorado; deambulan entre los vivos, prisionero su espíritu en un árbol, un animal.
La región entera es un altar de sacrificios, donde los hechiceros invocan a los antepasados entre una orgía de cabras y gallinas degolladas, de pólvora humeante, donde el alcohol corre como si fuera agua y las mujeres bailan y se contorsionan hasta el paroxismo, al ritmo que les marcan los tambores. Imploran el favor de los muertos para hacer más llevadera su propia vida, tan frágil como esa casas de adobe, levantadas con una mezcla de barro y bosta del ganado.
En Abomey, la antigua capital del país, los fetiches -figuras con el rostro cubierto de conchas y rafia, que representan a fuerzas del más allá- llaman a Egungun, el espíritu de los antepasados, en ceremonias de purificación que congregan a barrios enteros. Es el reino de los gemelos Ale y Elepeke, de Hyedadjo, portador de las almas de los difuntos, deDjoubari... envueltos en capas de colores chillones y separados de la multitud por una vara, que el guardian descarga sin contemplaciones sobre los más atrevidos. Porque a los espíritus se les mira, pero tocarlos sólo puede ser fuente de desgracias.
En el mercado de Cotonou, la ciudad más poblada del país, la miseria y la superchería se mezclan hasta crear un escenario difícil de digerir. El cauce del río hace tiempo que fue invadido por toneladas de plásticos y la basura se amontona por doquier. En el corazón de este laberinto desquiciante, de chillidos animales y pasillos cenagosos, los niños observan hechizados los cuerpos putrefactos de aves, monos y lagartos, dispuestos con esmero. Son ofrendas destinadas a los espíritus, que parecen mirar al más allá desde sus cuencas vacías. Dice la escritora africana Agnes Agboton que la palabra más común en esta región de misterios insondables es una pregunta. Por qué las gallinas se pasan la vida escarbando, por qué el sol y la luna no coinciden nunca... Por qué hay vida más allá de las tinieblas.
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