La reciente salida del último avión con efectivos de la Minusma de Bamako fue el último paso de la Misión Multidimensional Integrada de Estabilización de las Naciones Unidas en Mali, un ejército de 15.000 hombres que había permanecido en el país africano durante diez ... años. Tras su marcha, sólo queda el recuerdo de un fracaso. La fuerza de paz se desplegó en el territorio para restaurar la paz y lo abandona sometido a un intenso proceso de libanización. El Gobierno se enfrenta a la enésima ofensiva yihadista en el norte y centro, mientras una miríada de milicias se disputa el poder y comete numerosas violaciones de los derechos humanos.
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Hay que remontarse una década para explicar las razones de este desastre. Fue entonces cuando la insurrección de los tuareg e islamistas en el norte de Mali proporcionó la primera noticia fehaciente de la propagación del yihadismo en el Sahel. Los hombres azules ya habían protagonizado varios levantamientos, pero, además, en 2012, se sumaban guerrillas confesionales. El Grupo Salafista para la Predicación y el Combate, remanente de la guerra civil argelina, creaba la organización Al Qaeda del Magreb Islámico, que expandía su ideario más allá del Sáhara.
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Gerardo Elorriaga
La ofensiva se extendió rápidamente hacia el delta del Níger y tan sólo la entrada en acción de los comandos franceses impidió la derrota de las tropas regulares. En realidad, ellos siempre han estado ahí. La antigua metrópoli ha permanecido en el país ejerciendo una férrea tutela sobre su régimen. Medio siglo de teórica independencia no ha supuesto la consolidación de una Administración eficiente ni la creación de la identidad nacional.
El diluvio islamista se abatió sobre una tierra receptiva. Mali es un artificio carente de buena gobernanza, seguridad y programas de desarrollo para una población que subsiste en condiciones miserables. La Administración, en manos de la meridional etnia bambara, recurría a la represión feroz e indiscriminada cuando los tuareg y demás tribus bereberes exigían autonomía para su región, que supone dos terceras partes de la superficie nacional y tan sólo el 10% de la población. París callaba y proporcionaba medios.
El desaguisado parecía resuelto tras la Operación Serval, impulsada por los galos, y la institución de la Minusma por la ONU parecía destinada a restituir el precario equilibrio. Pero la influencia de los grupos radicales no dejaba de crecer y alcanzaba Níger y Burkina Faso. A principios de la pasada década, el ejército, carente de medios suficientes, promovía la creación de grupos paramilitares que contribuirían a exacerbar los ancestrales conflictos intertribales y el sectarismo. El gobierno combatía el fuego derramando gasolina.
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El mosaico étnico maliense armaba. Los shongai creaban los Ganda Koy y, posteriormente, los Ganda Iso, mientras que los dogon formaban los Dan Na Ambassagou (los cazadores que confían en Dios) y los tuareg progubernamentales establecían los Gatia. Los fulani afines al gobierno articulaban la Alianza por la Salvación del Sahel. Hoy, la mayoría de las facciones partidarias del régimen se reúnen en el movimiento Plataforma.
La situación no ha dejado de degradarse en la región, aunque los medios internacionales se han mantenido ajenos al proceso más allá de circunstancias especiales, es decir, cuando tenían lugar atentados espectaculares, masacres o el secuestro de occidentales. Las tropas regulares han acabado con el simulacro democrático en los tres países implicados, incluso con la anuencia de grandes sectores populares. La sensación de impotencia ante la creciente violencia, tanto religiosa como intercomunitaria, ha servido a la cúpula castrense para justificar los golpes de Mali en 2021, Burkina Faso en 2022 y Níger en 2023.
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La actividad islamista no se ha contenido. El Grupo de Apoyo al Islam y los Musulmanes (JNIM), bajo el mando de Iyad Ag Ghali, se ha convertido en el paraguas que acoge a diversas entidades salafistas, ahora coordinadas en su lucha contra el gobierno. Aquí también inciden los ancestrales elementos étnicos. Los ganaderos peul o fulani, enfrentados a las poblaciones sedentarias, parecen nutrir las filas radicales de organizaciones yihadistas como Katibat Macina o el Estado Islámico en el Gran Sáhara.
El laberinto estaba servido. La impotencia militar favorece tanto los ataques de milicianos como de bandas criminales. El apoyo de Occidente se ha mostrado insuficiente y la opinión pública reclama soluciones. La Minusma aparece como una herramienta ineficaz y el gobierno exige su retirada. Entonces, llega Rusia, empeñada en introducirse en África y acceder a sus recursos. El mundo mira hacia otro lado. Ucrania y, posteriormente, Gaza monopolizan la atención. Mientras tanto, en agosto, se desata otra ofensiva islamista.
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La conquista de Kidal, la capital tuareg, hace tan sólo un mes, ha alentado la confianza en los rusos. Una vez más, sólo caben soluciones militares a corto plazo. El último avión de la Minusma ya ha abandonado Mali. A escasos metros, en una zona adyacente al aeropuerto, las imágenes vías satélite muestran cómo crece el campamento de los soldados de fortuna de Wagner, el principal sostén de la Junta Militar. Todo ha cambiado para que todo permanezca igual.
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