No hay razones para la esperanza en el país más rico de África. Las contradicciones resultan así, inmensas y sangrantes en Nigeria, la vigesimosexta economía más grande del mundo y el Estado con mayor número de pobres extremos de todo el planeta, nada menos que ... cien millones. Las cabinas electorales se abrirán el sábado para elegir a su próximo presidente y los miembros de la Asamblea Nacional. En cualquier caso, la posibilidad de que alguno de sus candidatos consiga enderezar el rumbo errático de la república parece francamente remota. El gigante de pies de barro se asoma al caos.
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Ni Bola Ahmed Tinubu, representante del gubernamental Congreso de Todos los Progresistas, ni Atiku Abubakar, postulante del Partido Democrático Popular, gozan de suficiente credibilidad y, sin embargo, uno de ellos reemplazará previsiblemente al presidente Muhamamadu Buhari. Sus perfiles se asemejan. Ambos poseen largas carreras políticas que quieren culminar con la jefatura del Ejecutivo. El hausa Abubakar ha oscilado entre una y otra formación política, y ha aspirado en cinco ocasiones, sin fortuna, a ese cargo. El yoruba Tinubu es una figura curtida en la gobernación de Lagos, una metrópoli superlativa con 25 millones de habitantes. Los dos acumulan considerables fortunas y vergonzantes acusaciones de corrupción. Peter Obi, otro millonario, intenta romper el tradicional bipartidismo desde una formación de signo laborista.
No se trata de una mera cuestión de pobreza. La miseria atenaza al 40% de la población, pero, sorprendentemente, no es el principal problema nacional. Nigeria es el paradigma de la inseguridad. Todas las manifestaciones posibles de la violencia se hallan en su territorio y experimentan una escalada sin precedentes. La insurrección yihadista de BokoHaram acaparó la atención mundial, pero hoy no es, ni remotamente, la mayor causa de terror. Los conflictos interétnicos y religiosos y las pugnas entre agricultores y ganaderos se solventan a través de masacres. Ahora bien, el fenómeno más lacerante y peligroso son las bandas criminales, de diversa extracción. Ellas han homogeneizado este país mosaico con más de 500 grupos étnicos y 50 lenguas.
Las medios de comunicación locales se antojan, diariamente, un catálogo de la barbarie. El surrealismo invade la crónica de sucesos, desbordada por las dimensiones de los atropellos. Las organizaciones criminales irrumpen en las aldeas del noroeste del país, rural y musulmán, pero también en las carreteras del sureste. Como si se tratara de una reinterpretación del Lejano Oeste, asaltan trenes, colegios y todo tipo de entidades administrativas, roban, asesinan y practican el secuestro masivo. Las comunicaciones se hallan paralizadas. La sensación de indefensión es absoluta.
La corrupción lo corroe todo. El saqueo de los fondos públicos ha impulsado esta atmósfera de devastación. La elite gobernante ha desviado a sus cuentas los enormes beneficios proporcionados por la explotación del petróleo, aunque las malas prácticas impregnan a toda la Administración. La redención se antoja imposible. La SARS, unidad policial creada ex profeso para combatir la delincuencia organizada, se dedica a detener y torturar a individuos hasta que pagan un soborno. La serpiente se retuerce sobre sí misma.
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La historia del país explica esta errática deriva. Tras su independencia, la cruel guerra de Biafra, que desveló las enormes divisiones internas, y la sucesión de dictaduras militares depredadoras, dividió aún más un territorio fragmentado. El advenimiento de la democracia en 1999 tan solo fue una ocasión perdida. El Gobierno de Abuja intentó conciliar la creación de una república supuestamente democrática con concesiones a los conservadores Estados del norte, permitiendo la instauración de la sharia. Mientras tanto, las demandas de los meridionales, reunidos en torno al Delta del Níger, no fueron atendidas. La represión ha sido la norma con los centros productores de crudo, afectados por la falta de recursos y una catástrofe medioambiental.
La llegada al poder de Buhari, un oficial con pasado golpista, pero dotado de cierto halo de honestidad, revela el hartazgo de la población, necesitada de paz. Pero la situación se ha agravado durante su mandato. La contraofensiva contra los radicales islamistas fue posible gracias al apoyo de Estados Unidos y Chad, aunque se denunció, una vez más, la malversación de los fondos destinados a la lucha.
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El espejismo del crecimiento se quebró en 2015, con la caída de los precios del crudo. Pero ya existían pruebas de que el gigante vivía lejos de la realidad. Dos años antes, el gobernador del Banco Central denunció que la Corporación Nacional de Petróleo no había remitido a la entidad financiera 50.000 millones de dólares procedentes de estos ingresos. El dirigente fue depuesto y se le retiró el pasaporte.
Las elecciones se van a producir en escenario de pesadilla. La inflación mensual supera el 20%, falta carburante y hay una grave escasez de efectivo que ya ha generado protestas, cortes de carreteras y el incendio de bancos. Además, la situación se ha agravado en el sureste, afectado por corrientes secesionistas. El activista Simon Ekpa, líder del movimiento Pueblo Indígena de Biafra, ha llamado al bloqueo en toda la región.
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La viabilidad de la democracia en Nigeria está en entredicho. El pulso entre el ejercicio del derecho al voto y la violencia resulta desigual. A un lado de las urnas se encuentran 90 millones de nigerianos deseosos de progreso, al otro, Boko Haram, los independentistas y las numerosas redes de bandidos, tanto aquellos que asolan los caminos como quienes esquilman la hacienda nacional. No, no hay motivos para el optimismo en el país que posee casi 40.000 millones de barriles de petróleo.
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