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Los egipcios han votado sin esperar sorpresas. La continuidad de Abdelfatah Al Sisi ni siquiera se cuestiona en las elecciones presidenciales que culminaron este martes, tras tres días de urnas abiertas. El veterano dirigente concurre a los comicios junto a otros tres candidatos prácticamente desconocidos. ... La fiesta de la democracia en aquel país es una inocente 'party' infantil sin alcohol y horario restringido. Todos conocen el resultado. Hoy, en realidad, el interés de la opinión pública se desplaza más de 300 kilómetros al este de El Cairo, la capital. El drama de la Franja de Gaza ocupa la atención porque puede incidir en el futuro del Estado.
La guerra permite múltiples interpretaciones. El conflicto ha mostrado, una vez más, el abismo insondable que separa a palestinos e israelíes, pero también la incómoda posición de Egipto y sus circunstancias políticas. No se han producido grandes manifestaciones en pro de los asediados porque el régimen las ha impedido incluso cerrando mezquitas para evitar concentraciones. La conexión con Tel Aviv también se manifiesta con una estricta apertura de fronteras en función de acuerdos multilaterales.
El Gobierno de Al Sisi no se la juega. No puede permitir algaradas que contribuyan a su inestabilidad. La experiencia de la plaza Tahrir, uno de los epicentros de la Primavera Árabe, ha demostrado que la imposición autoritaria, incluso la más antipopular, es la única vía para que los cimientos no tiemblen.
Hay mucho en juego y no precisamente por los comicios. El país teme que el devastador avance hebreo provoque un flujo incontenible sobre el Sinaí, lo que provocaría un cataclismo demográfico, social y económico en la península, tal vez un nuevo laberinto libanés. Los militares no quieren ni a millones de refugiados ni a Hamás en el interior de este frágil territorio, convertido desde 2011 en una plataforma para bandas armadas e islamistas, ambos implicados en tráficos ilegales.
Nadie va a cuestionar a Al Sisi. Desde los acuerdos de Camp David, Egipto es un aliado estratégico de EE UU y los acontecimientos han revelado su enorme importancia. El 12% del tráfico mercantil global atraviesa el canal de Suez. La posición geoestratégica del país más poblado de África y del espacio árabe resulta incuestionable.
Por si fuera poco, el mundo parece desmoronarse a su alrededor. Libia persiste en su división, Sudán mantiene una guerra civil y los rebeldes hutíes en Yemen amenazan la navegación en el mar Rojo. La posibilidad de prescindir de los militares egipcios, tan remisos a respetar los derechos humanos, no se cuestiona seriamente en Occidente. Ellos son la última defensa en un escenario de pesadilla.
El interior es una olla a presión. La inflación, casi el 40% interanual, y la depreciación de la libra, moneda local, han afectado a la sostenibilidad de un tercio de la población que se mantenía en precario equilibrio. Ese porcentaje se suma al 30% que ya subsistía por debajo del umbral de la pobreza antes de la crisis provocada por el conflicto de Ucrania. Egipto, teórica potencia emergente por sus dimensiones, precisa de ayuda del Fondo Monetario Internacional. Incluso la construcción de la nueva capital se halla en entredicho.
El ejército es el último baluarte ante el cúmulo de problemas que acumula el país de los faraones. No se trata tan sólo de una voluntad de servicio. Las fuerzas armadas, sometidas a un ambicioso proceso de renovación, constituyen un conglomerado económico de enormes proporciones, posiblemente detentador de un 40% del Producto Nacional Bruto, con grandes intereses en ámbitos productivos e inmobiliarios. La élite castrense también controla la Administración y las empresas públicas. Además, Estados Unidos aporta una ayuda anual de unos 1.300 millones de dólares. No, nada puede cambiar a la orilla del Nilo.
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