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Poco antes de que los militares africanos lleven a cabo su enésimo golpe de Estado y cierren el espacio aéreo, un individuo con ínfulas literarias aterriza en el país afectado y se reúne con los protagonistas de la asonada. Ellos le reclaman un rimbombante título ... para su proyecto y él aporta su prosopopeya. En 2021, el 'putsch' en Mali dio lugar al Comité Nacional para la Salvación del Pueblo, mientras que el nigerino anunció la constitución del Consejo Nacional para la Salvaguarda de la Patria. Esta semana, la iniciativa de los generales en Gabón ha generado el Comité para la Transición y la Restauración de las Instituciones.
Resulta sugerente, pero no es cierta la historia del rotulador ambulante. La realidad resulta aún más sorprendente. Envueltos en una atmósfera contraría al Elíseo, las acciones de los ejércitos revelan la enorme influencia ideológica de la metrópoli. La voluntad mesiánica y redentora de los golpes de Estado se inspira en el espíritu jacobino de la Revolución Francesa. Sus improvisados órganos de gobierno se inspiran en el Comité Nacional de Salvación Pública, que dirigió a nuestros vecinos durante el periodo del Terror, cuando la firma de Robespierre nutría incesantemente a la guillotina.
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Gerardo Elorriaga
Todos los caminos de África Occidental conducen a París. La región ha sufrido nueve golpes tan sólo en los dos últimos años y su estrategia ha estado inspirada en el modelo creado por sus antiguos dueños. Pero este fenómeno no es nuevo. En sus apenas sesenta años de vida independiente, se han producido más de doscientos pronunciamientos en el continente. La mitad ha gozado de éxito, y han afectado a 45 de sus 54 repúblicas. No asistimos a un particular incremento. La mayor incidencia se produjo en las décadas de los años 60 y 70.
El fracaso del Estado de Derecho y, paralelamente, la permanencia del ejército como una institución sólida explican este nuevo auge. La ofensiva yihadista ha catalizado el proceso en el Sahel, pero no es el motivo. La amenaza islamista tan sólo ha revelado las costuras raídas de los países afectados, la falsedad de sus bisoñas democracias, la precariedad de las instituciones públicas y la existencia de enormes desigualdades sociales.
Los militares se hacen con el poder porque nunca lo han abandonado. A lo sumo, delegaron funciones, pero siempre lo han reclamado violentamente ante el menor peligro para sus prerrogativas. Sus habituales alegaciones contra la corrupción de las elites esconden la obviedad de que ellos siempre han formado parte de esa clase dirigente.
No caben quejas desde Occidente. Francia alumbró ese monstruo que ahora se ha vuelto contra su creador. La colonización gala de África es la historia de una depredación sistemática. Las fuerzas militares nacieron como instrumento de control interno y se nutrieron de las pugnas interétnicas favoreciendo a ciertas comunidades sobre otras. Las vías abiertas por las tropas se convirtieron en ejes de comunicación y los fuertes fueron el origen de Niamey o Yamena, capitales de Níger y Chad. La independencia consolidó el mando castrense mediante acuerdos de seguridad con París que reforzaban su posición en el nuevo escenario político.
Los generales amotinados muerden la mano de su amo. Su formación castrense se ha llevado a cabo en Francia o Norteamérica, aunque ahora requieran el apoyo ruso. Son plenamente conscientes de que la logística de la compañía Wagner no puede responder a la de los aliados de Al Qaeda. Ellos también han mostrado su impotencia militar, la incapacidad para responder al reto bélico y, sin embargo, acusan a gobiernos civiles de sus propias carencias.
La cúpula castrense aduce que los gobiernos son incapaces de satisfacer las demandas de la población y los ciudadanos aclaman a sus héroes uniformados. Se trata de un ejercicio de sutil hipocresía. Según la antropóloga Judith Scheele, experta en el Sahel, las fuerzas armadas de esta área reciben el 16% de la ayuda internacional y hasta una tercera parte de la aportación estadounidense está dirigida a la seguridad, convertida en asunto prioritario tras la acometida islamista. El destino de esos fondos es incierto. Según Washington, la mayoría de los otorgados al ejército nigeriano para su lucha contra Boko Haram fue desviada por los altos mandos.
Gabón establece un punto y aparte en el último capítulo de la historia golpista de África. La región subsahariana aporta otro escenario más complejo. Francia, siempre Francia, ha sacrificado los requerimientos de democracia y defensa de los derechos humanos para obtener una posición privilegiada en la explotación de sus recursos naturales.
El resultado son regímenes de larga duración. Nada se mueve en el entorno del Golfo de Guinea. El presidente camerunés Paul Biya ha cumplido cuarenta años al frente de su país y Denis Sassou-Nguesso conduce Congo Brazzaville desde 1979 con la breve interrupción de un lustro. Teodoro Obiang también accedió al poder ese año, pero su mandato ha carecido de quebrantos, convirtiéndole en el más veterano del planeta.
Las fuerzas armadas de estos países se han beneficiado de su riqueza, pero, como en el resto del continente, se trata de instituciones complejas sostenidas por fondos extranjeros, apoyos tribales y redes clientelares. Tampoco se trata tan sólo de instituciones de servicios. En muchos casos, se trata de complejos económicos con múltiples intereses y, frecuentemente, son el máximo empleador nacional y el único ascensor social. Al ejército egipcio se le atribuye el 25% del Producto Nacional Bruto.
No hemos llegado al final del proceso. El efecto contagio y el apoyo de las masas puede incentivar nuevas conspiraciones. La inestabilidad es crónica en países como Guinea Bissau y las dictaduras férreas, caso de Eritrea, requieren tanto de unanimidad como de medidas coercitivas siempre onerosas. La discrepancia alienta a los más ambiciosos. Tan sólo el cono austral, con sistemas parlamentarios más estables, parece ajeno al riesgo golpista. Inevitablemente, el ruido de sables sacude la placidez de la sabana.
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