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Miguel Salvatierra
Domingo, 22 de junio 2014, 08:06
Las memorias de Zelda la Grange, Buenos días, señor presidente, están levantado ampollas en Sudáfrica, tal como se esperaba. Su autora, que ya había adelantado extractos del libro, pone sobre todo en su punto de mira a las tres hijas del exmandatario a las que ... acusa de maltratar a la viuda, Graça Machel tuvo que pedir una acreditación para asistir al funeral, y de aprovecharse de la inconsciencia de su padre para controlar sus visitas y beneficiarse de ellas. Tampoco salen bien parados destacados miembros del Congreso Nacional Africano, el partido del Gobierno, implicados en los caóticos funerales e incluso en la falta de una atención médica adecuada en los últimos años de Mandela.
Las revelaciones no pillan por sorpresa a la sociedad sudafricana, que ya conocía la vergonzosa actuación de la mayor parte del entorno familiar del expresidente. En esta ocasión, la denuncia proviene de la persona que gozó de la máxima confianza de Mandela durante los últimos 19 años y la que pasaba más tiempo que nadie junto a él, superior incluso al que compartía con su última esposa.
En principio nada parecía apuntar a que Zelda la Grange, procedente de una típica familia afrikáner de clase media y educada en los valores calvinistas y del apartheid, se convirtiera a partir de 1999 en la mano derecha de Mandela. Secretaria, confidente, portavoz, asistente personal, compañera de viajes. Todas esas funciones y muchas más tuvo La Grange hasta convertirse en la nieta honoraria, un título que a ambos les gustaba utilizar.
En una larga entrevista concedida en 2007, al escritor y periodista John Carlin autor del libro Factor Humano, en el que se basaría la película Invictus La Grange cuenta con emoción cómo a las dos semanas de trabajar como mecanógrafa y secretaria en las oficinas del Gobierno, en agosto de 1994, se encontró por primera vez con Mandela y cómo se dirigió a ella con una gran cordialidad, hablándole en su propia lengua, en un perfecto afrikaans. Ahí empezó a transmutarse en ella la imagen de aquel que cuando salió de la cárcel su familia consideraba un peligro público. Él tenía ya entonces 75 años.
No fue hasta un año después, en 1995, cuando al servirle un té Mandela le pidió que le acompañara en el viaje oficial a Japón y Corea del Sur. En aquella visita La Grange no trabajó, ni hizo nada. Solo aportó su figura rubia afrikáner al lado del hombre que venció al apartheid. Como en el caso del Mundial de rugby y su respaldo a una selección integrada en su casi totalidad por blancos, el expresidente quería reforzar con esa imagen simbólica su estrategia de unidad nacional por encima de razas o etnias.
A partir de aquel viaje la colaboración creció y comenzó a asistir a reuniones, a organizarle sus actividades oficiales o privadas hasta convertirse en la asesora imprescindible. Cuando Mandela se retiró a los 80 años, le permitieron llevarse a una persona con él y la elegida fue La Grange. Lejos de relajarse, Madiba tenía una agenda frenética de viajes y participaciones en actos internacionales. Todo el mundo quería entrevistarse con él, desde Bono a Clinton, o que asistiera a algún evento. También se implicó con una energía impensable en un hombre de su edad en una intensa campaña de recaudación de fondos para las fundaciones que creó de ayuda a la infancia y a la educación. Sin la cobertura logística que conllevaba la presidencia, La Grange amplió sus competencias en una labor incansable sin horarios ni días libres hasta que los problemas de salud de Mandela, ya cerca de los 90 años, la hicieron centrarse más en las fundaciones que en la agenda del expresidente.
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