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Se llaman 'hikikomori'. Son esos japoneses, jóvenes en su mayoría, que deciden aislarse del mundo y encerrarse en su habitación, ajenos a cuanto no sea su propio yo, su ensimismamiento. Es la manera que tienen quienes se decantan por esta práctica de combatir cuanto les ... duele o molesta de la sociedad que les rodea: eciden que deje de rodearles. Llevado a sus extremos, semejante hábito deviene en adicción, de temibles efectos. Convierte a sus protagonistas en seres alienados, aunque disponen de cierta comprensión ambiente: cómo no solidarizarse con ellos habida cuenta el comatoso estado de nuestra civilización. Por ejemplo, en la época que atraviesa España estos días de campaña electoral. La cuarta en cuatro años, contando sólo las convocatorias a Cortes Generales. Cuatro campañas con sus ingeniosos eslogánes, cartelería multicolor para desdicha de la Amazonia, candidatos de telegenia tan mejorable como su elocuencia... Un desolador protocolo que justifica que, por una semana, todos aspiremos a esa dicha superior. Ser 'hikikomoris' por unos días.
Resulta tentador abandonarse a esta suerte de nihilismo en época electoral. Tentador pero irresponsable. Los partidos son tan culpables de haber negado a los españoles un Gobierno como sus respectivos clubs de fans, integrados por militantes tan radicales en sus consignas que han ido incluso más lejos que sus propios líderes. Recuérdese la tonada improvisada por la afiliación socialista en la noche de éxtasis que siguió en Ferraz a su triunfo en aquel 28 de abril. «Con Rivera, no», coreaban los seguidores de Pedro Sánchez, una curiosa manera de digerir el triunfo. Esa negación del adversario, pecado en que incurren todas las fuerzas del arco parlamentario, representa la primera línea de bloqueo. Cómo iba el presidente en funciones a cortejar el voto de Ciudadanos, el que sí garantizaba una cómoda mayoría parlamentaria, con semejantes admoniciones de los suyos. Prohibido por lo tanto el acuerdo entre desiguales, norma básica para la estabilidad en todo sistema democrático, España volvió a ser diferente: de toda la Europa civilizada, es el único país (junto a Malta) donde nunca ha gobernado una coalición.
El diagnóstico vale también para La Rioja. Donde la suma de PSOE y Ciudadanos hubiera evitado semanas de sonrojo a quienes protagonizaron el cortejo de Podemos para que Concha Andreu fuera presidenta. Otro tanto en el Ayuntamiento de Logroño, donde se auparon al Gobierno dos fuerzas políticas que ni siquiera vieron necesario firmar un acuerdo con el partido mayoritario: tal vez porque se trataba de ocupar el poder simplemente por eso, por ocuparlo. Y porque los firmantes, que expresaban con su coalición el hartazgo ciudadano ante el exceso de pasividad que penalizó al Gobierno saliente del PP, ignoraron la cara que se les quedó desde entonces a los concejales de Ciudadanos: el semblante de quien aspiraba a todo y se queda con nada. La misma desdichada suerte que caracterizó a sus compañeros en elParlamento, donde al menos parecen haber hecho de la necesidad alguna virtud: a ratos, Pablo Baena parece el auténtico líder de la oposición, por incomparecencia de quien quiera que desde el PP le dispute ese título.
Sobre la trayectoria de todos ellos influirá el resultado que arrojen las urnas el domingo, aunque sea nacional. Imposible leer cómo se pronuncien los riojanos sin atender a una doble interpretación: sus papeletas tendrán algo de refrendo o de castigo respecto a los pactos que siguieron a las elecciones de mayo. Aunque cualquier análisis deberá observar siempre un aspecto clave: el nivel de participación. La alta abstención que se vaticina (un dato: la petición de voto por correo ha bajado el 30% respecto a abril) tenderá a castigar a los de siempre, de cumplirse la norma electoral: la izquierda, que suele sufrir para movilizar a sus potenciales electores. Sobre todo, en una coyuntura como la actual, cuando tanto Sánchez como Pablo Iglesias se sitúan en el centro de la diana, culpables de fracasar en sus negociaciones. Valga una estadística rojana:la victoria del PSOE en abril llegó con una abstención del 26,6% y una distancia a su favor respecto al PP de casi 10.000 votos; en junio del 2016, cuando se impuso Mariano Rajoy, el PP ganó al PSOE con 30.000 votos de ventaja y una abstención tres puntos mayor.
Una estadística con aspecto de moraleja: la clave de arco de las elecciones que vienen se sitúa no tanto en saber a dónde fueron esos 40.000 votos de diferencia perdidos por el PP en apenas tres años sino en conocer si prosigue la sangría. La lista que lidera Cuca Gamarra se juega en las urnas una doble baza: su propio éxito, que la ley D´Hondt casi da por descontado, y el de sus siglas. Las maltrechas siglas del PP de La Rioja que aspiran a que se haga realidad la promesa según la cual la última semana es decisiva para conquistar a los votantes, un ritual de seducción que nunca como esta vez reclamará la energía y la sabiduría de los candidatos, a quienes rodean durante la corta campaña una comprensible legión de indecisos, reacios a votar. Los favoritos de esos otros candidatos que, por el contrario, sonreirán si vence el 'hikikomorismo'. Los que sueñan con aliarse con una alta abstención.
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