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En las campañas electorales durante la vieja política, la palabra pacto estaba vetada. Nadie osaba a pronunciarla. Ni siquiera se permitían los candidatos juguetear con la idea de que estaban predispuestos a sellar alianzas con sus rivales en caso de fracasar en su carrera ... hacia la mayoría absoluta. Era curioso porque esa bicha tampoco la mentaban los pequeños partidos, los que pudieran ejercer de bisagra. Todos adoptaban la apariencia de que irían a las urnas a ganar por goleada. Lo cual solía suceder. Y en consecuencia la palabra pacto, luego de ser evitada en campaña, pasaba a ser invisible cuando se constituían las Cortes, los Parlamentos regionales o los ayuntamientos.
Era una idea tan perseguida que incluso se acuñaban expresiones que afeaban a los gobiernos nacidos por la suma de más de una fuerza. Eran los llamados bipartidos, tripartitos o cuatripartitos: nefanda presencia en la política española, según sus críticos. Porque eran la consecuencia de esos gobiernos que ahora se denominan Frankestein, donde se van incorporando escaños y más escaños hasta forjar una mayoría absoluta, con una pieza de por aquí, un brazo que aporta el de más allá, el corazón de otro lado... Un monstruo. Un monstruo nacido de la tendencia a pactar que distingue a sus hacedores. La palabra maldita se ha hecho carne con la nueva política.
Hoy, en un mapa político muy atomizado, con pinta de fragmentarse todavía más por la derecha este próximo domingo, la palabra pacto es inevitable. Surge como el fetiche que enarbolan en cada debate los contendientes. Como arma arrojadiza, porque se sigue considerando en el subconsciente de la clase política como sinónimo de debilidad. Hay ejemplos que confirman esta teoría: el pequeño de quienes firman la alianza tiende a exigir el cumplimiento detallado de su programa de máximos. Y el grande tiene que comportarse con ese hermano menor con una sobredosis de condescendencia. Guiarle con prudencia y serenidad hasta el escenario de la votaciones donde su apoyo es imprescindible y luego abandonarle a su suerte hasta la próxima cita con la mayoría cuyo respaldo garantiza. Es el fruto de tantos años sin pactar nadie con casi nadie, hasta el punto de que esa idea está incorporada en el imaginario colectivo como una perversión. Una anomalía que sin embargo tiene la virtud de ser norma en la carrera de San Jerónimo durante toda la restauración democrática.
Porque pactaron los partidos que pusieron en pie el modelo político hoy vigente. Pactaron por supuesto los padres constitucionalistas y pactaron luego distintos gobiernos de PSOE y PP con los grupos nacionalistas, lo cual en realidad es la auténtica anomalía: entregar la gobernación del país a partidos a quienes sólo les preocupa una parte del mismo. Pactaron González y Aznar con Pujol y Arzalluz incluso cuando no precisaban sus votos, lo cual es la quintaesencia del pactismo, aunque no lo hacían por un ideal de grandeza: lo hacían por si acaso. Para tener siempre bien engrasado ese flanco. Para el día de mañana.
Parece por lo tanto que el pacto sería ilegítimo, si continuamos atendiendo a sus críticos, cuando lo sellan fuerzas de la misma jurisdicción ideológica. Resumiendo mucho esta corriente donde anida la aversión máxima al pacto podría concluirse que en realidad el pacto es benéfico cuando lo firmo yo y perjudicial cuando lo firman mis rivales: el mismo PP que clamaba por las concesiones en el Congreso a quienes ayudaron a Sánchez en la moción de censura construyó poco después su propio Frankestein en Andalucía. Y su actual líder, Pablo Casado, también tiene su monstruo a escala: en la primera ronda de las primarias perdió ante Sáenz de Santamaría. Luego, ay, pactó con Cospedal. El verbo maldito se bendice si sirve para su estrategia.
Así que el rechazo a pactar con otros contendientes según hablen las urnas convive con naturalidad entre los candidatos con la seguridad de que acabarán haciéndolo. Pactarán. No les quedará otro remedio. En su ayuda acudirá un extraordinario tesoro: el idioma nacido en San Millán, el español. Cuyo valor ensalzaron durante el último debate Casado y Rivera a la hora de proclamar las bondades de la cultura española; entre ellas, figura la posibilidad de exprimir a fondo las posibilidades que concede el idioma común. Retorcerlo. Que nuevas palabras contradigan a las viejas donde se prometía no pactar nunca. Jamás de los jamases. Nuestros políticos siempre caen de pie. Les ayuda su naturaleza propensa a la metamorfosis y un electorado benevolente, que no les tomará en cuenta que tomen la palabra pacto en vano. Dan por descontado que la nueva política se parece demasiado a la vieja política, donde la palabra dada tampoco vale gran cosa.
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