El deporte de la política
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«Esa España inferior que ora y embiste,/ cuando se digna usar la cabeza», Antonio Machado ('El mañana efímero')Hasta donde llega la memoria, el único espacio donde solía estar permitido a un ser racional abandonarse a su lado salvaje y radical, el lugar donde afloraba un yo que pudiera permitirse ciertos lujos (ser injusto, faltar a la ecuanimidad), era en el mundo del ... deporte. Como espectador de una carrera ciclista, en la silla de ring, en el hipódromo o en un estadio. La voz inglesa 'hoolligan' describe al más fanático de los seguidores de un equipo de fútbol, quienes incluso tienden a ejercer la violencia en defensa de sus colores o, mejor dicho, de su escaso juicio. Sin alcanzar esos extremos, al aficionado tipo le sirve su butaca en el estadio como evacuatorio. Un espacio más sentimental que físico. Podía volver a ser un niño, incluso un niño malcriado. Al que todo se le consiente y se le perdona porque, en realidad, se acepta el lugar común de que ese que grita al jugador rival, ese que abronca al árbitro, ese que pierde la paciencia con los suyos no es él. Es su subconsciente. Una versión menor de sí mismo.
Del estadio al Hemiciclo. La política ha mutado en los últimos tiempos en España con la misma radicalidad con que se emplean los hinchas de cualquier club. No es una novedad en el país a cuyos miembros retrató Goya hace siglos partiéndose la crisma a garrotazos. Véase el triste ejemplo de la Guerra Incivil, cuando el país se quebró en dos mitades, alentados los dirigentes de ambas facciones por los más fanáticos de sus seguidores. Pero la emergencia de los nuevos hábitos digitales, unida a la entronización del deporte entre nosotros como un fenómeno tan global como inexplicable, operan en el ámbito de la política como un trasunto de los peores modos que se observan cada fin de semana en el estadio que elijamos: la ciudadanía puede, y de hecho debe, criticar a sus dirigentes pero antes debiera mirarse un poco su propio ombligo. El espectáculo de seguidores de tal o cual partido (alentados a menudo por periodistas que han perdido el norte: también en esta profesión tendemos a comportarnos como talibanes de nuestra doctrina predilecta) ha lesionado el concepto de opinión pública en España de manera tal vez irreparable. La primera víctima de tan penosa deriva es la ecuanimidad exigible a cada español; la segunda, el decoro. Y la tercera, la vocación por moderarse que debiera distinguir a quienes ocupan algún espacio en la ágora pública.
El histerismo dominante en la escena pública coincide estos días con la proyección en los cines patrios de la película que el director Alejandro Amenábar ha dedicado a glosar los últimos días del escritor Miguel de Unamuno. Al margen del juicio artístico que merezca la obra o de su verosimilitud histórica, lo que conmociona al espectador imparcial es la imposibilidad histórica que en España ha sufrido el ciudadano medio (el de en medio de ambos bandos) para que su voz fuera atendida. En sus contradicciones, tan humanas, Unamuno sin embargo nos representa. Representa a una amplia mayoría de españoles, incapaces de dogmatizar sus opiniones hasta el punto de ignorar todo matiz, cualquier aportación ajena que las mejore. Como tantos de sus contemporáneos (y de sus hijos y nietos) Unamuno fue una cosa y fue su contraria, tomándose la molestia en cada momento de su vida de justificar sus cambios. Su destino, en consecuencia, estaba predeterminado: morir en el olvido. En el medio, en el punto medio: abominado por unos, detestado por otros.
Esa posición de Unamuno recuerda la atinada observación postrera de otro intelectual, el mexicano Octavio Paz, cuando cayó el muro de Berlín, hace ahora treinta años: «El comunismo no sería la respuesta pero las preguntas continúan». Las preguntas continúan y Unamuno se las hacía, con la clase de obstinada lucidez que debiera ser mayoritaria entre nosotros. Tal vez lo sea: ocurre que las voces más estridentes ocupan en España el espacio que dejan vacante los moderados, más silenciosos. En su biografía sobre el autor de 'Niebla', otro bilbaíno como él, el escritor Jon Juaristi, cavila sobre la contribución esencial de Unamuno para nosotros, sus herederos: la palabra intrahistoria. Una voz que definía esa parte de la historia que él prefería, la más genuina, dotada de un recorrido superior. La historia forjada por nuestras tradiciones, más auténtica que esa otra que sólo apela a la parte visible de nuestras vidas, a menudo pura apariencia. La intrahistoria, por el contrario, aspira a la eternidad. De hecho, la palabra como tal alcanzó la posteridad: está aceptada por la RAE. Los legatarios de Unamuno deberíamos custodiarla como un tesoro. Apela a lo más profundo del ser español.
Materia para la reflexión, muy pertinente para hoy, cuando vote España. Cuando cada votante pueda reivindicar esos atributos tan valiosos que también caracterizan al deporte. Espíritu de equipo, afán de superación, vocación de compromiso... En las antípodas de su anverso, cristalizado en ese tipo de elector que usa la papeleta como puñal. Cuya actual hegemonía invita a la depresión: viajamos de nuevo como nación al fatalismo de los hijos del 98, con Unamuno a la cabeza. «Nunca habrá paz para nosotros», concluía. Un triste presentimiento. El escalofrío que también sintió otro grande, Chaves Nogales («Me esfuerzo en mantener una ciudadanía española puramente espiritual, de la que ni blancos ni rojos puedan desposeerme»), del que estamos a tiempo de huir. La historia jamás está escrita.
Entre las novedades introducidas por el Gobierno que preside ConchaAndreu, figuran unas cuantas relativas a la distribución física de las Consejerías. Algunos de sus colaboradores han optado por desmarcarse de antiguos usos propios de sus predecesores y trasladar su sede a edificios gubernamentales que hasta ahora ocupaban otros servicios administrativos. Es el caso de José Ignacio Castresana, consejero de Desarrollo Autonómico, quien prefiere agrupar en el Centro Tecnológico de La Fombera a los funcionarios y las competencias diseminadas. Deja libre por lo tanto el despacho que albergaba esa consejería en el número 1 de Portales.
En su condición de profesor universitario, el europarlamentario socialista César Luena figura entre los firmantes de un manifiesto contrario a la política educativa del Gobierno catalán por su permisividad con la radicalidad independentista. Al manifiesto se han adherido también otros docentes universitarios riojanos de los dos campus (UR y UNIR); entre los profesores de la universidad pública figuran por ejemplo dos antiguas dirigentes del PP:Concha Arruga, que fue consejera con Pedro Sanz, y Leonor González, que lo fue en la última legislatura con José Ignacio Ceniceros.
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