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Jorge Alacid
Martes, 14 de junio 2016, 13:59
El programa electoral, ay, ya no es lo que era. En origen, se trataba de un contrato firmado entre candidato y ciudadano donde le primero se comprometía a esto y lo otro, de modo que a la vuelta de cuatro años el segundo pudiera pedirle ... cuentas y el otro, rendirlas. A continuación, el elector obraba en consecuencia y renovaba su confianza. O no. Pudiera ser que entre las promesas contenidas en aquel contrato hubiera alguna que el discurrir del tiempo convirtiera cabalmente en imposible de cumplir, cosa que el ciudadano también podía entender. Aunque se le tome por tonto, sobre todo en campaña, el votante no lo es. Al menos, no lo es del todo.
Puede en consecuencia retrotraerse este análisis a cualquier presidente de la actual democracia porque sirve para describir con precisión algunas de las características de sus respectivos mandatos, pero debe aceptarse que la tendencia a salir huyendo de aquellos compromisos anotados en el programa electoral se hace cada día más acusada. Y es cada vez más reciente. Veamos el caso último del actual presidente en funciones: entre sus deméritos consta haber tomado medidas que rechazó expresamente que fuera a adoptar (la subida de impuestos, por ejemplo) o incluso haber decretado otras que se le olvidó incluir en su programa o mencionar durante sus comparecencias en campaña, allá hace más de cuatro años. Feo ejemplo. De hecho, en materia de deuda pública la conducta del actual Gobierno resulta... Ejem, muy mejorable. Ha alcanzado un aspecto tan preocupante como su propia resistencia a cumplir con leyes, como la de estabilidad, que expresamente recogía la imposibilidad de que la deuda española supere hoy el 100%. Un amenazador porcentaje.
Tan intimidante como otra oscura región de la macroeconomía patria: el territorio de las pensiones. No hace falta aspirar al Nobel de Economía para concluir que la actual clase media española, tan envejecida como merecedora de algún descanso cualquier año de estos, lo tendrá crudo para percibir la pensión que debería recompensar tantos esfuerzos. Basta observar el paisaje de alrededor y la pirámide demográfica que de él se deduce: no hay población trabajadora para sostener el sistema. No la hay en el grado necesario.
De modo que la conclusión es obvia: las pensiones están en entredicho. No las que se perciben ahora, que tal vez también se sometan a revisión en el corto plazo. Las que están más amenazadas son las que aguardan allá a lo lejos. O no tan lejos. En apenas una década alcanzará la edad de jubilación una generación de españoles densamente poblada, que reclamará de las arcas públicas una derrama cuya exagerada cuantía pone en entredicho el mismísimo modelo actual de pensiones. Esa caja que engordó en los años de bonanza pero no deja de flaquear de la crisis a esta parte, sobre todo a medida que decrece la la población trabajadora.
Por esa razón parecía una buena idea, aunque impopular, la preconizada por Mariano Rajoy cuando propuso en su proyecto de Presupuesto para este 2016 que una parte de las pensiones para viudas y huérfanos se pagara vía impuestos. No a través de cotizaciones. Sí, parecía una idea tan buena... que hasta el PSOE quiere copiarla ahora. Lo cual garantiza que no saldrá adelante. Es época de elecciones, cuando se nubla el escaso entendimiento que distingue a nuestros dirigentes: no vaya a ser que decaiga la estima del ciudadano si un candidato es sorprendido aceptando que el rival tiene una idea mejor que la suya.
Es preferible seguir como estamos. A la española. Se incluye en el programa cualquier cosa que suene bien y allá penas si la letra no tiene que ver con la música. Allá penas si la hucha de las pensiones un día se rompe y dentro no hay nada. Tenemos solución para esa tesitura: la culpa siempre será del otro.
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