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Paula De las Heras
Lunes, 7 de diciembre 2015, 18:45
Aunque parezca lo contrario, no es una novedad, han sido muchas las veces en los casi 40 años de democracia que los partidos han discutido sobre la necesidad de reformar la Constitución de 1978. Ahora pueda resultar chocante, pero el PP llegó a capitanear una ... de esas propuestas. Fue en 1994, con el entonces portavoz del Senado, Alberto Ruiz Gallardón, como punta de lanza. La gran diferencia es que, ahora, a las puertas de 2016, los partidos no se limitan casi en exclusiva a defender la eternamente debatida y nunca lograda transformación de la Cámara alta en un auténtico órgano de representación territorial, sino que proponen modificaciones de más calado que afectarían a casi todas las altas instituciones del Estado.
A ese dato habría que añadir otro aún más relevante: salvo el PP, no hay ni una sola fuerza de ámbito nacional que no lleve en su programa para las generales una oferta concreta de reforma. Nunca la presión para retocar el texto había sido tan elevada. Y eso invita a pensar que, a priori, esta vez debería ser posible. Sobre todo, después de que Podemos haya abandonado su discurso iconoclasta por otro más moderado. Ya no carga contra el «régimen del 78» sino que loa el «espíritu de la Transición», y no apuesta por redactar una Constitución nueva sino que limita a cinco los cambios, entre los que, por cierto, no hay cuestiones tan espinosas como el paso de una Monarquía parlamentaria a una República; algo que aún defiende Izquierda Unida.
Sigue habiendo, sin embargo, un impedimento aparente. Mariano Rajoy aún se muestra renuente a enzarzarse en un debate que, a buen seguro, consumiría toda la legislatura justo cuando el secesionismo catalán parece inmerso en un camino de no retorno hacia la ruptura absoluta con España y, aunque eso preocupa menos, cuando los nacionalistas aspiran a negociar un cambio de estatus político en el País Vasco. Fue precisamente el temor a ese escenario, tras el pacto de Lizarra y la puesta en marcha del plan Ibarretxe, lo que llevó a José María Aznar a negarse en redondo a cualquier modificación de la Constitución en su segundo mandato, incluso a aquellas que reclamaba con insistencia el fundador de su partido, Manuel Fraga, en su etapa como presidente de la Xunta de Galicia.
Lo lejos que el PSOE estuvo dispuesto a llevar el Estatuto de Cataluña fue también lo que hizo imposible el acuerdo para la reforma de cuatro puntos que proponía José Luis Rodríguez Zapatero en 2004 para la inclusión en la Constitución del nombre de las comunidades, la eliminación de la supremacía del varón en la sucesión a la Corona, el Senado y las referencias a la Constitución europea.
El mismo Rajoy cedió, sin embargo, el pasado verano a la tentación de dar por buena la tesis de quienes, también en sus filas, sostienen que ha llegado el momento de ser valientes y abrir el melón. Pero, más allá de reformar la Cámara alta, su programa electoral nada dice al respecto. Al contrario, hace una férrea defensa del actual texto. El PP, dice Rajoy, no impulsará la reforma pero si una mayoría lo propone su partido se sumará a la ponencia constitucional.
Dados los temas que se pretenden abordar, la apuesta obligaría a poner en marcha el procedimiento de reforma agravada, lo que implica, antes de nada, la aprobación de un principio de acuerdo por dos tercios de las Cortes; la disolución inmediata de las cámaras; la constitución de un nuevo Parlamento que ratifique el acuerdo; la redacción concreta del nuevo texto; su aprobación, también por dos tercios y, finalmente, un referéndum.
En todo caso, y a pesar de que todas las encuestas dan por bueno que el PP será primera fuerza política, su peso específico en el próximo Congreso decrecerá de forma considerable. Está fuera de toda duda que perderá la mayoría absoluta y la posibilidad de que no pueda formar gobierno o de que su líder deba ceder el puesto a otro miembro de su partido para lograrlo (como ocurrió en La Rioja con Pedro Sanz) no es del todo descabellada. Numéricamente, los votos del PP podrían incluso llegar a ser innecesarios, aunque una reforma que no cuente con la fuerza mayoritaria del país sería impensable.
En los últimos dos años, la idea de hacer ajustes en la Carta Magna ha aparecido ligada al deseo del PSOE de arreglar la crisis catalana y aplacar las ansias independentistas a las que han sucumbido muchos de sus propios votantes e incluso de sus dirigentes; tres escisiones ha sufrido el PSC en la última legislatura. En realidad, tanto el primer partido de la oposición como el resto de fuerzas -Ciudadanos, Podemos, Izquierda Unida y UPyD-, se presentan a estos comicios con una oferta mucho más amplia que engloba el reconocimento de nuevos derechos sociales y económicos, cambios en el modo en el que los españoles eligen a sus representantes, en la designación del órgano de gobierno de los jueces o en el funcionamiento del Parlamento.
Más que Cataluña
El PSOE, que ha hecho bandera del federalismo como solución, es de hecho poco concreto en las propuestas que podrían servir de banderín de enganche específico a los catalanes descontentos con España. Otra cosa será lo que pueda venir si finalmente el debate se abre paso. Ahí probablemente habrá problemas porque Podemos defiende, como una de las cinco reformas necesarias, una que permita la convocatoria de un referéndum para que los ciudadanos puedan decidir «el tipo de relación territorial» que desean establecer con el resto de España. Y a esa exigencia se sumarían no solo los partidos independentistas sino también los nacionalistas.
Cuestión territorial al margen, hay no pocos puntos en común entre los partidos. PSOE, IU y Podemos abogan, por ejemplo, por el reconocimiento de una renta mínima vital (aunque el partido de Iglesias no ha dicho que pretenda convertirla en garantía constitucional) y también coinciden los tres, y Ciudadanos, en la necesidad de blindar el derecho a la salud y los servicios sociales en la Carta Magna.
El partido de Rivera y el de Sánchez coinciden igualmente en que habría que convertir el Senado en una especie de Bundesrat, un consejo formado por presidentes o ministros autonómicos y con peso ponderado en función de la población. En realidad, la dirección del PSOE tuvo que rebajar mucho esta propuesta para que sus federaciones la aceptaran, y finalmente ha dejado en el aire el sistema de elección de sus miembros. Pero en su día llegó a decir, como ahora dicen UPyD y Cs, que si ese cambio no se hace, será mejor «cerrar» la cámara.
Parecidos, no iguales
Hay otras muchas cuestiones que por el mero enunciado suenan parecidas: la despolitización de la Justicia, el fin de las puertas giratorias, cambios en la ley electoral... Pero, si se baja al detalle, el grado de acuerdo es muy difuso. Ciudadanos se desmarca del resto, además (sólo coincide con la maltrecha formación que dirige Andrés Herzog), en la supresión de los regímenes fiscales forales. En cambio, y aunque no lo lleve en su programa, contaría con el apoyo del PP a la derogación de la disposición que contempla una eventual adhesión de Navarra al País Vasco. Y, quizá sumaría también al PSOE, porque lo han defendido en varias ocasiones, para suprimir el artículo 150.2 que permite al Estado delegar competencias a las comunidades. Los independentistas catalanes quisieron recibir por esa vía, por ejemplo, la facultad de convocar un referéndum.
La formación de Rivera ha asumido también propuestas de UPyD como la eliminación de las diputaciones (que el PSOE llevó en su programa de 2011 y ahora pide «reformular») y la fusión de municipios. Pero nadie va tan lejos como el partido que hasta hace unos meses lideraba Rosa Díez, partidaria de recuperar para el Estado las competencias sobre Educación, Sanidad y Justicia.
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