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Había muchas lágrimas ayer en el campus de la Universidad de Howard en Washington DC, alma mater de la vicepresidenta Kamala Harris, donde su campaña había planeado celebrar la noche anterior su victoria electoral. Las más notables fueron las de su segundo, Tim Walz, el ... gobernador de Minnesota que había esperado servir a la primera mujer presidenta de Estados Unidos.
La voluntad de los votantes quiso hacer historia de otra manera, adjudicándole el poder al hombre de más edad en llegar al Despacho Oval, el primero desde 1893 en recuperarlo tras haberlo perdido. Alguien que, en las elecciones anteriores, no supo aceptar la derrota y a quien había que enseñarle con el ejemplo.
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«Tenemos que aceptar los resultados», dijo Harris a sus seguidores. Y todavía fue más lejos. «He hablado antes con el presidente electo Donald Trump, le he felicitado por su victoria y le he dicho que le ayudaremos a él y a su equipo con la transición, para que sea una transferencia pacífica de poder».
Se trataba de defender el principio fundamental de la democracia estadounidense que todo el mundo temía que fuera violado si a quien le tocase dar el discurso de concesión hubiera sido él. En las auténticas democracias, «cuando perdemos una elección aceptamos los resultados», zanjó Harris. «Ese principio es el que nos distingue de una monarquía o una tiranía. El que busca la confianza pública debe honrarla».
Había cansancio en sus ojos, pero no faltaba la sonrisa luminosa de la que su rival se ha burlado durante la campaña, en la que la ha llamado «loca», «zorra», «vaga», «retrasada», y de «bajo coeficiente intelectual», entre otros insultos personales con connotaciones misóginas y racistas. Harris, una fiscal californiana, hija de madre de la India y padre jamaicano, se había propuesto llevar a cabo una campaña elegante marcada por la cautela, pero sin renunciar a la lucha que cree más actual que nunca.
A la luz de la agenda ultraconservadora y revanchista que ha defendido Trump durante su campaña, la nueva líder del Partido Demócrata pidió a sus seguidores que no desesperen, porque «este no es un momento para rendirse», avisó. «Es momento para arremangarnos, para organizarnos, movilizarnos y seguir comprometidos, por el bien de la libertad, la justicia y el futuro que sabemos que podemos construir juntos».
A diferencia de la otra única mujer que ha acariciado la presidencia de Estados Unidos, la ex primera dama Hillary Clinton, Harris no puso su género en el centro de la campaña y ni siquiera mencionó en sus mítines el hito que supondría su elección, pero ayer tuvo una referencia velada para todas esas chicas jóvenes que se abrazaban y sollozaban entre el público. «Nunca te rindas. Nunca dejes de intentar hacer de este mundo un mundo mejor. Tú tienes el poder. No permitas que nadie te diga que algo no es posible solo porque nunca se ha hecho antes».
Había que dejar «que el valor sea la inspiración», y no permitir que el desánimo tumbe la última barrera de protección de los derechos adquiridos en EEUU, que se temen en liza ante la segunda venida de Trump, blindada por el poder absoluto que le da a su partido tener la mayoría conservadora en el Congreso y el Tribunal Supremo. Frente al odio, la crispación y el revanchismo que ha marcado su campaña, Harris confrontó el amor, la gratitud y la determinación de la que, dijo, está llena. «Solo cuando hay mucha oscuridad se ven las estrellas», recitó. «Sé que para mucha gente estamos entrando en una época de oscuridad, pero por el bien de todos, espero que no sea el caso. Si lo fuera, llenemos el cielo de luz, de optimismo, de fe, de verdad y de entrega», exhortó en su histórico discurso.
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