Jonathan habría cumplido 34 años el pasado 21 de octubre. Sin embargo, murió a los 28 debido a una sobredosis de pastillas adulteradas ilegalmente con fentanilo y xilacina. «Era un niño alegre y cariñoso, pero siempre tuvo más dificultades que otros por su ansiedad, que ... fue mal diagnosticada», cuenta su madre, Cristina Rabadan-Diehl. Jonathan comenzó consumiendo marihuana en la adolescencia, después pastillas, y finalmente heroína. Nunca llegó a inyectársela, la esnifaba, lo que dificultó que su familia se diera cuenta del problema. «Llevaba una vida aparentemente normal: tenía amigos cercanos, novia, estudiaba y trabajaba. Cuando lo descubrimos, ya era demasiado tarde», recuerda. Jonathan tenía 25 años cuando rechazó la ayuda de su familia y, como era mayor de edad, las leyes de protección de datos dejaron a sus padres sin poder intervenir. «El 13 de junio de 2019 lo encontramos sin vida en su habitación», cuenta.
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Cristina Rabadan-Diehl, una madrileña que ha vivido 37 años en Estados Unidos y es experta en políticas de salud pública y adicción, comparte la historia de su hijo como un ejemplo del impacto devastador de la crisis de opioides que afecta a miles de estadounidenses cada año. Esta situación ha alcanzado un punto crítico debido al fentanilo, un opioide sintético 100 veces más potente que la morfina y 50 veces más que la heroína, que actualmente cobra la vida de 200 personas al día en el país, según los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades (CDC).
200 personas
mueren al día en Estados Unidos a causa del fentanilo, según los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades.
La crisis de opioides en EE. UU. comenzó a finales de los 90, cuando las farmacéuticas impulsaron la prescripción de medicamentos como la oxicodona, promocionándolos como seguros y no adictivos. Sin embargo, esto resultó ser falso y desató una ola de adicción y sobredosis. Como menciona Leo Beletsky, profesor de Derecho y Ciencias de la Salud en la Universidad Northeastern, especializado en el impacto de las leyes en la salud pública y su aplicación, con especial atención al consumo de sustancias y la adicción: «uno de los grandes problemas estructurales de Estados Unidos es que se prima el dinero frente al individuo».
Este descontrol en la prescripción de opioides generó una demanda masiva, creando un terreno fértil para que el narcotráfico interviniera. Así, a partir de 2013, el fentanilo, mucho más potente y barato que otros opioides, comenzó a inundar el mercado ilegal. Ese año, las muertes por sobredosis de opioides sintéticos superaron por primera vez a las de opioides recetados, y las drogas adulteradas con fentanilo, como las que mataron a Jonathan, se convirtieron en la nueva cara de la crisis.
El fentanilo ilícito, en su mayoría proviene de laboratorios en China, desde donde es enviado directamente a EE. UU. o a organizaciones criminales en México y Canadá. La magnitud del negocio es alarmante. Según la Agencia de Control de Drogas de EE UU (DEA), un kilogramo de fentanilo, que cuesta entre 3.000 y 5.000 dólares, puede generar ingresos de hasta 1,5 millones de dólares en el mercado negro y tiene la capacidad de matar a 500.000 personas.
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Revertir esta situación no es fácil debido a las numerosas barreras que existen. Por ejemplo, como cuenta Beletesky, «la resistencia de algunas industrias a la regulación, como las farmacéuticas, los centros de rehabilitación o el sistema penitenciario, que se benefician económicamente de esta tragedia, entre otros, es un factor que agrava la crisis». Además, las políticas varían enormemente entre estados, lo que provoca desigualdad en el acceso a la atención médica, especialmente para las poblaciones de bajos ingresos, que generalmente son las más afectadas por la crisis de opioides. Así, por ejemplo, las personas que viven en estados más conservadores enfrentan mayores barreras para acceder a tratamientos adecuados, debido a la falta de apoyo estatal para programas de salud pública.
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Caroline Conejero
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El estigma asociado a la adicción también juega un papel crucial. Tal como vivió Rabadan-Diehl en su familia: «El temor al juicio social y la vergüenza impiden que muchas personas busquen ayuda, perpetuando el ciclo de dependencia y sobredosis. Además, los medios de comunicación, al sensacionalizar el consumo de opioides y narcóticos, no solo refuerzan este estigma, sino que también deshumanizan a quienes sufren adicción, lo que reduce la empatía hacia las víctimas y sus familias». Igualmente, las barreras raciales y sociales dificultan el acceso a tratamientos. Comunidades minoritarias, como la afroamericana, los nativos americanos o las personas LGTBI+, sufren tasas de mortalidad más altas, en parte debido a la falta de apoyo adecuado.
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Ante el empeoramiento de la crisis, en 2017 el gobierno de Donald Trump declaró una emergencia de salud pública. Posteriormente, en 2021, la administración de Joe Biden lanzó un plan integral para combatir la epidemia de sobredosis, destinando 8.500 millones de dólares a programas de tratamiento y prevención, incluyendo la distribución masiva de naloxona, un medicamento que revierte la sobredosis. «También se ha implementado la línea de apoyo 988 para emergencias de salud mental y se han promovido las tiras de detección de fentanilo, aunque su eficacia es limitada y algunos estados conservadores las rechazan por creer, equivocadamente, que fomentan la drogadicción», cuenta Rabadan-Diehl.
A pesar de estos esfuerzos, los desafíos persisten. «Por mucho que el gobierno implemente medidas, estas solo influyen en la oferta, no en la demanda», señala Rabadan-Diehl. «Es necesario educar a la sociedad y conseguir que también se movilice para detener esta crisis, porque la demanda proviene del ciudadano de a pie».
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En 2023, EE UU propuso una alianza internacional para frenar el tráfico de fentanilo, pero la complejidad política y la falta de una estrategia unificada dificultan una coordinación efectiva. A nivel nacional, los datos preliminares de 2024 muestran una ligera mejoría en el número de muertes por sobredosis, pero las cifras siguen siendo alarmantes. Según la CDC, en 2021 se superó el récord de muertes, con más de 100.000 en un año, especialmente agravado por el aislamiento social y las dificultades económicas derivadas de la pandemia de COVID-19, que impulsó el consumo de drogas peligrosas.
En ciudades como San Francisco y Nueva York, las calles muestran los estragos de la adicción, con comunidades devastadas por el acceso fácil a la droga. En 2021, la DEA confiscó más de 10 millones de pastillas falsificadas. El 42% de las píldoras confirmadas de fentanilo contenían al menos 2 mg de este opiode, una dosis que puede ser letal dependiendo del tamaño corporal o la tolerancia de la persona.
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Los expertos coinciden en que, debido a su complejidad, es improbable que esta crisis se resuelva en pocos años. Beletsky destaca que, aunque la administración Biden ha avanzado en la reducción de muertes, el tema no está siendo central en la campaña política de las próximas elecciones. «Los demócratas no están utilizando estos avances a su favor, y los republicanos culpan, en parte, a la inmigración ilegal, a pesar de que no hay evidencia que lo respalde», concluye. El futuro de esta crisis y su abordaje dependerán, en gran medida, de las decisiones políticas que se tomen tras las elecciones de noviembre.
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