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En el año 2000, entre la fiebre de apocalípticas alarmas milenaristas, alcanzó un eco notable un ensayo titulado 'No logo'. Su autora, la periodista Naomi Klein, reflexionaba en su exitoso librito sobre el imperio de la marca en la sociedad contemporánea, una visión crítica de ... un modelo de ciudadanía que sólo se materializaba cuando se convertía en consumidora. El apogeo de las grandes marcas a escala global, que imponía dictadura en gustos y tendencias, resultaba para Klein una preocupante inversión de los términos en que fijó nuestra condición de seres libres e iguales la Ilustración. Klein llamaba a sus lectores a resistir. 'No logo' debía leerse como un manual de doctrina progresista adaptado a las exigencias de la globalización.
Sus postulados se dirigían a cartografiar el mapa de las voluntades manipuladas en la sociedad de consumo. Constituía un alegato político y tiene en consecuencia sentido observar si encajan sus conclusiones en el contexto de una campaña electoral. Porque además Klein, otros pensadores han alertado sobre la creciente conversión del universo político en puro mercado. Donde el candidato acaba convertido en una marca. El logo de sí mismo, superpuesto al superlogo: la marca de su partido. La ideología que encarna.
Lo que el libro de Klein supo anticipar fue que también la política se transformaría en un laboratorio de ensayos para extender la cultura de la marca. Hasta el punto de que todos los participantes en una campaña llegan a verse sometidos a una duda de carácter diabólico, cuando deben elegir entre imponer como sello su propia personalidad, ceder ante la potencia del partido en cuyas listas concurren o alcanzar un pacto entre ambas tendencias. De manera que la personalidad del candidato no eclipse las siglas de la candidatura. Bienvenidos a la política moderna.
ASÍ HABLÓ... Elisa Garrido, Candidata del PSOE en Calahorra
Ese momento suele asociarse en la cultura occidental con la emergencia de modelos populistas, aunque hay dirigentes más proclives a la cultura parlamentaria dispuestos a incurrir en esta misma propensión a convertirse en su propio logo, anulando toda referencia al partido al que representen o la doctrina de la que sean herederos. Macron, por ejemplo, conquistó el Palacio del Elíseo con una campaña donde nadie sabía por qué partido se presenta. Su nombre era el logo. Un logo para otros hombres. Y otros nombres.
En España, la derrota del PP en las generales abrió un debate en su seno sobre la conveniencia que esgrimían algunos aspirantes para ocultar, total o parcialmente, sus siglas en el marco de la campaña del 26M donde optaban por un discurso de índole más personal. Con la excusa de adaptar los mensajes a la esencia local de los comicios, Albiol en Badalona y Sémper en San Sebastián pidieron a los suyos un poco menos de PP. En la esperanza de que si lograban primar en el subconsciente del electorado que se presentaban casi a título particular, lograrían paliar los feos resultados que aventuraban las encuestas.
¿Y en La Rioja? La campaña presenta alguna semejanza con los ejemplos arriba citados. Hay voces críticas en el PSOE para quienes su candidato por Logroño esquiva siempre que puede las siglas de su partido. Y hay quienes dentro del PP detectan la misma tendencia en su campaña logroñesa. Conclusión. En una coyuntura como la presente, caracterizada por un profundo personalismo, la política se mira en el espejo del fútbol japonés, donde los fans cambian de equipo en función de por cuál fichen sus ídolos. Inaugurando un ecosistema donde el auténtico mensaje acaba siendo el propio candidato.
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