Todos éramos Nadal
La grandeza del tenista de Manacor residía en la manera en la que conseguíamos identificarnos con él
Jon Agiriano
Jueves, 10 de octubre 2024, 14:53
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Jon Agiriano
Jueves, 10 de octubre 2024, 14:53
Durante muchos años, en uno de esos ejercicios de anticipación que solemos hacer para protegernos de las tristezas venideras, los seguidores de Rafa Nadal nos preguntamos cómo sería su retirada y cómo reaccionaríamos a ella. E imaginábamos diversos tipos de escenarios. En la mayoría, la ... verdad, presuponíamos una sensación abisal de pérdida y el comienzo de una nueva vida que forzosamente iba a ser menos apasionante, como si un accidente desgraciado nos obligara a renunciar de golpe a una bella aventura de juventud. Algo así.
La realidad, sin embargo, ha sido distinta. Como en el famoso poema de TS Elliot, el mundo no se ha acabado con un estallido sino con un gemido. Quiero decir que este jueves, cuando el tenista de Manacor ha anunciado su retirada tras la Copa Davis, no sufrimos un desgarro que nos empujara a llorar por la esquinas sino una aceptación serena y madura de la realidad. A Nadal, sencillamente, le había llegado la hora. Es más, algunos se preguntan si no le ha sobrado también esta temporada.
En este sentido, hay opiniones para todos los gustos. La mía, desde luego, es que Nadal ha hecho muy bien en probarse durante este 2024. No intentar volver por última vez al circuito, incluso sabiendo que muy probablemente ese regreso iba a proporcionarle más decepciones que alegrías, era una renuncia que no cuadraba con el personaje de guerrero indomable que se había creado durante más de veinte años de carrera y con el que pasará a la historia del deporte. Sabemos desde Cervantes que existe la gloria del intento. «Y aunque todo sucediese al revés de lo que imagino, la gloria de haber emprendido esta hazaña no la podrá oscurecer ninguna malicia», le decía Don Quijote a Sancho animándole a subirse a Clavileño para volar juntos en aquel caballo de madera. Pues eso, Nadal lo ha intentado, no ha podido volver a volar y ha decidido marcharse tras la Copa Davis, que por cierto no deja de ser el torneo en el que despegó en 2004, con apenas 18 años, en la famosa final contra Estados Unidos en La Cartuja.
Hablar de su carrera desde entonces, de sus 22 Grand Slams, de sus 14 Roland Garros –uno de los mayores hitos en la historia del deporte– o de sus partidos inmortales nos ocuparía demasiado espacio y será de sobra recordado y valorado en otras páginas de este periódico. En estas líneas, quiero detenerme en lo que Rafa Nadal ha tenido como ejemplo de deportista más allá de su montaña de triunfos: el afán de superación, la brutal capacidad de sacrificio, la resistencia volcánica a la derrota, la estricta profesionalidad, la fortaleza mental, la frialdad absoluta en los momentos decisivos, cuando tantos y tantos tenistas se derriten por la presión, el saber estar en la cancha como un caballero... De todas estas virtudes el tenista mallorquín ha hecho un canon.
Y esto es, precisamente, lo que más nos ha fascinado a sus millones de seguidores en todo el mundo y, en cierto modo, lo que le ha distinguido de Federer y Djokovic, sus dos grandes némesis. El suizo y el serbio han sido –Nole todavía lo es– dos tenistas prodigiosos que en sus mejores momentos ganaban sin un aparente esfuerzo, de forma natural, como si el tenis fuera para ellos un maravilloso don de la providencia. Nadal no era así. Nadal se lo había tenido que currar. Había tenido que luchar precisamente contra esa naturaleza que parecía destinarle a ser un futbolista poderoso como su tío Miguel Ángel y no una estrella del tenis.
De ahí buena parte de su encanto único. Incluso cuando arrasaba –recuerdo aquella final de Roland Garros ante Federer (6-1, 6-3 y 6-0)–, el de Manacor parecía sufrir. Y qué decir cuando sufría realmente y soportaba sobre la pista una penitencia terrible hasta salir victorioso. Cómo olvidar el título de Wimbledon en 2008, ese épico 9-7 en el quinto set también ante Federer, o la remontada en la final de Australia de 2022 frente a Medvedev. En esos momentos, Nadal nos abrumaba hasta el punto de rendirnos a él como un ídolo total. Me he preguntado muchas veces por ese sentimiento. Mi conclusión es que la grandeza de Rafa residía en la manera en la que conseguía que nos sintiéramos identificados con él. Y nos identificamos porque viéndole jugar todos éramos Nadal. Eso sí, lo éramos en nuestra mejor versión posible, la soñada, la que nunca alcanzaríamos. Él lo había hecho por nosotros.
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