Los takoyakis
Un riojano en Tokio ·
Cuando abrí el paquete y me comí la primera bolita, noté cómo el cerebro se me fundía y caía al suelo convertido en blandiblúSecciones
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Un riojano en Tokio ·
Cuando abrí el paquete y me comí la primera bolita, noté cómo el cerebro se me fundía y caía al suelo convertido en blandiblúEl otro día, en el campo de tenis, tuve hambre y me dieron de comer. No se crean ustedes que esta frase bíblica se cumple siempre aquí en Tokio. Me acerqué a una especie de bar que habían montado al lado de la pista dos. ... Como a nosotros, los de fuera, nos tienen un pánico cerval, solo se podía hablar con las camareras a través de una ventanita tapada por unos plásticos gruesos. Me pareció estar hablando con las monjas clarisas. El caso es que uno tiene mucha afición etnográfica y enseguida se lanza a probar de todo, así que vi unas bolitas metidas en una caja con muchas caritas sonrientes. Ponía: «Takoyaki, 800 yenes». Había dos opciones más: unos palitos dulces de patatas calientes y unos palitos dulces de patatas fríos. Lo demás eran refrescos.
Me pedí los takoyakis. Fue decir ese nombre, con mi esforzada pronunciación japonesa, y todos los camareros comenzaron a aplaudirme y a mostrar una gran ilusión por mi comanda. A mí eso me mosqueó mucho y a punto estuve de cambiarlo por unos palitos de patatas fríos o por unos palitos de patata calientes, pero sentí que había cruzado ya el punto de no retorno. La marcha atrás hubiera resultado devastadora para aquella gente tan feliz de que algún extranjero con la acreditación colgando se hubiera animado a pedirse los takoyakis.
Así que recibí la ovación de los camareros con un gesto de modestia, como diciendo «por favor, que no es para tanto», aunque en el fondo de mi corazón temí que, en efecto, sí que fuera para tanto. Con una sonrisa que se le escapaba por los lados de la mascarilla, la chica de la ventanilla me sirvió una cajita con ocho bolitas y me dijo 'arigato' de una forma tan dulce y sincera que di por bien empleada la acidez de estómago.
Cuando abrí el paquete y me comí la primera bolita, noté cómo el cerebro se me fundía y caía al suelo convertido en blandiblú. Ni siquiera supe identificar a qué sabía: aquella bolita quemaba con denuedo y vehemencia. Sentí un río de magma bajándome por el esófago mientras afuera el sol caía a plomo y el termómetro marcaba 40 grados. Supe entonces porque nadie se había pedido las bolitas y pensé que esta gente de Tokio lo que de verdad necesita con urgencia es la receta del gazpacho.
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