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Víctor Soto
Martes, 23 de agosto 2016, 13:58
Cuando el soldado por fin sale de las trincheras, las baterías se callan y el miedo se desvanece, sólo hay un pensamiento en su cabeza: volver al hogar. El reposo del guerrero. La tranquilidad, el aire necesario en los pulmones. Después tocará retornar al ... frente, pero con nuevas esperanzas y ansias de triunfo.
Carlos Coloma por fin va a recibir el premio de su familia, más macizo que el bronce de Río. Después de un mes de preparación en Navacerrada, donde el oxígeno escasea y los termómetros tiemblan, una estancia en Canadá y otra en Brasil, sumados a tres años de absoluta dedicación al cuerpo, llega el momento de recuperar las rutinas.
Su cabeza lo necesitaba. Con la medalla en el pecho, ya anunció que posponía una concentración prevista en altura. Anhela abrazos, confidencias, risas y juegos con sus hijos. Ha protagonizado una gesta a la que nunca hubiese aspirado solo. Y quiere devolver el cariño recibido a los que siempre han estado con él, en las buenas y en las peores.
La familia del ciclista vive estas horas de espera con el mismo ansia. Loli, su esposa, por fin podrá abrazarlo cuando descienda del avión del Comité Olímpico Español. «La preparación es muy dura, pero ahora todo merece la pena», reconoce.
También Carlos, padre, y Encarna, madre, ansían ese momento de reencuentro, ya por la tarde en Albelda, donde el pueblo se prepara para una fiesta mayor. «Han pasado ya muchos años de un día en el que Carlos [hijo] me dijo que quería ser campeón del mundo», asegura un orgulloso progenitor.
Entonces él, muy aficionado al ciclismo, le propuso subir al monte de La Pila por una trialera durísima que esperaba dinamitase las fuerzas del preadolescente. «Casi en la cima miré hacia atrás pensando que estaría muy lejos... y lo tenía pegado. Y en la bajada ya ni lo vi. Ahí me di cuenta de que tenía madera», recuerda.
De eso hace veinte años. En ese momento empezaron los viajes en furgoneta a Cataluña, los colchones y el camping gas, padre e hijo devorando kilómetros y emociones. «En la primera carrera, en pleno agosto, sufrió mucho, con una bicicleta vieja, un casco prestado... Al llegar a la meta, nos dijo que había pensado en abandonar pero que no lo hizo por nosotros, por todo nuestro esfuerzo. Luego empezó a ganar todo», dice el padre. «Todo hubiese cambiado si ese día se baja de la bicicleta», añade.
Así, pedaleando entre las exigencias de, tal vez, el deporte más exigente, el ciclista fue superando metas y dejando hitos, como su sexto puesto en Londres, hasta el bronce firmado el domingo en Río. «Yo confiaba, pero él, mucho más», asegura el padre. «Yo no estaba tan convencida», replica, riendo, su madre.
Pero lo logró, con privaciones enormes que bien valen esa recompensa. Por ejemplo, la de apenas haber disfrutado de sus hijos un puñado de días en ese mes y medio. Mientras tanto, Carlos, el mayor, ya ha verbalizado el mismo sueño que su padre tuvo a los 14, aunque con humildad. «Soy campeón del mundo... pero de niños de cinco años», soltó a sus familiares hace unos días, antes de la carrera olímpica. Lucas, el pequeño, también vive por las dos ruedas.
Pero el tiempo pasa y los sueños cambian. «No sé lo que serán. Hoy quieren ser ciclistas, mañana futbolistas... ya se verá», asegura Loli. «Lo primero, a estudiar», sentencia Carlos, mientras ve corretear a sus nietos. Lo mismo pensaba Encarna, cuando los dos Carlos rumiaban sueños de gloria y ella sólo rezaba para que su hijo «no se cayese y fuese feliz». Lo primero, no lo ha podido evitar siempre la Virgen de Bueyo, a la que se encomienda. Lo segundo sí se lo ha regalado.
Porque el ciclista albeldense vuelve feliz de Río. Tanto que casi no ha dejado de llorar. El bronce ha sido como una espita de emociones, la espoleta de un llanto de alegría plena. «Fue la carrera perfecta», explica Encarna. Ella la vivió con nervios, en el frontón y junto a sus vecinos, pero siempre sonriendo porque veía a su hijo disfrutar.
«Cuando en la última vuelta mi hijo se santiguó, pensé: 'pobre francés, le va a ganar'», recuerda. Y no se equivocó. Como cuando Coloma, en pleno esfuerzo, desperdició unas calorías para sacar la lengua a una cámara de televisión. «Es así, siempre jovial, bueno, cariñoso y bromista», añade.
«Uno de los mejores»
Pero no toda la familia estaba en el frontón, epicentro de la expectación. Loli prefirió hacerlo en casa, con sus hermanas, más tranquila. «Se pasan muchos nervios. Me sentía como enferma», indica. Tampoco Doroteo, su abuelo, que ni tan siquiera encendió el televisor o la radio. «No quería saber nada. Quedé con mi hijo en que me llamase con el resultado. Pero antes de que me telefonease, escuché los cohetes. '¡Esto tiene que ser bueno!', pensé. Y entonces me comunicaron que era bronce. No me lo creía y casi me cuesta ahora», explica entre risas el abuelo.
Todos, desde el veterano Doroteo hasta el más pequeño, Lucas, han vivido estas jornadas mágicas con unos nervios atenazantes. Loli, por ejemplo, reconocía que el día de la carrera se encontraba «físicamente mal».
En Río, sin embargo, Coloma se sentía pletórico. Ni un ápice de nervios. Sólo ilusión y hambre de llegar a la cima. Pero Carlos, padre, lo tiene muy claro: «Le he mandado un mensaje para recordarle que ahora, más que nunca, hay que ser humilde. Y que también es el momento de luchar más. Ha demostrado que es uno de los mejores. Entrar entre el 'top 10' está bien, pero sabemos que con esa preparación y esa mentalidad, puede más».
Pero la exigencia y el sacrificio, al menos hoy, va a quedar olvidada. Pero sólo hoy. La prueba de la Copa del Mundo de Vallnord (Andorra) espera en el calendario el próximo 4 de septiembre. Así que, mientras Albelda se levante mañana de una feliz resaca, que nadie se extrañe si ve a una sombra negra encaramada a un risco a lomos de su bicicleta. Se llama Carlos Coloma y ha logrado el bronce en los Juegos de Río.
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