Crouser, en el podio.
Atletismo

Ryan, el orgullo de los Crouser

El estadounidense, de una larga familia de lanzadores, realiza una serie sobresaliente en peso y acaba con un récord olímpico de 1988 (22,52)

Fernando Miñana

Viernes, 19 de agosto 2016, 03:48

El abuelo Larry Crouser tenía un juego para sus nietos en cuanto cumplían los seis años. Después de que hubieran probado a jugar al baloncesto, béisbol y fútbol americano, se los llevaba al gimnasio y les hacía una prueba. Si algún niño lograba levantar 40 ... libras (unos 18 kilos), al día siguiente iba y les compraba una bola de lanzamiento de peso. Si más adelante llegaban a 50 libras (22,6 kilos), aparecía en casa con un disco. Y si alguno podía con 60 libras (27 kilos), el regalo era una jabalina. Los obsequios no tendrían sentido en una casa de ciudad, pero al lado de la granja de los Crouser había un terreno baldío donde podían lanzar a sus anchas. Los Crouser son una saga muy conocida en Estados Unidos y Ryan, de 23 años, uno de los más pequeños de la estirpe, se ha convertido en el orgullo de todos al proclamarse campeón olímpico. Lo que no pudieron hacer su padre, sus tíos ni sus primos. Todos lanzadores, claro.

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Ryan Crouser, además, logró un triunfo de tronío, con una serie (21,15/22,22/22,26/21,93/22,52/21,74) magnífica. Su mejor lanzamiento, de 22,52 metros, sirvió, además, para establecer un nuevo récord olímpico y acabar con el del alemán Ulf Timmermann, que lo tenía con 22,47 desde 1988.

No tuvo rival. Crouser dominó el concurso desde el segundo lanzamiento y culminó la obra de la familia. Cuando Ryan era un niño conoció al que se convertiría en su entrenador. Su padre se lo llevó a una barbacoa en casa de Mac Wilkins, un estadounidense que fue campeón olímpico de lanzamiento de disco en Montreal. En su jardín también había un invitado muy especial, Wolfgang Schmidt, que fue cuarto en disco en los Juegos de Moscú 80. No tenía escapatoria.

Su primo Sam, lanzador de jabalina que llegó a tener el récord nacionaln júnior, también está en Río. La genética está claro que ayuda, aunque en las pistas siempre se ha hablado de que sus entrenamientos son legendarios. En el caso de Ryan, además, un tronco de 2,01 metros y 130 kilos, la competición, lejos de amedrentarle, le estimula. Lo dijo en los Trials. Hacer el equipo de Estados Unidos es tan difícil como el podio olímpico, pero a mí me gusta: cuanta más presión, mejor. No se equivocaba.

La presión le empujó hasta el récord olímpico y a su lado, en el podio, se situó su compatriota Joe Kovacs (21,78), un lanzador al que la vida le obligó a ser cada vez más fuerte. Cuando tenía siete años murió su padre de un cáncer y al día siguiente murió su abuelo. Al llegar al instituto se dio cuenta de que todos los jugadores de fútbol eran más fuertes que él. Pero se metió en el gimnasio y se transformó. El último año ya era el más poderoso. Le faltaba la técnica y Reese Hoffa le dijo que era demasiado bajito (1,83) y que debería cambiar al estilo giratorio.

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Tercero fue el neozelandés Tom Walsh, de 24 años, un lanzador que creció harto de la popularidad de Jacko Gill, un jovencito que colgaba unos entrenamiento dignos de la película Rocky. En la final pasó por encima de él y se colgó la medalla bronce (21,36).

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