J. Gómez Peña
Viernes, 19 de agosto 2016, 03:40
Apareció más serio. Era su última carrera olímpica individual. Del oro nadie dudaba. Pero Usain Bolt quería más: el récord del mundo (19.19). Batirse a sí mismo. Bolt contra Bolt. De ahí el rictus grave. Al fin un rival a su altura. Midió ... con mimo los dos pasos y medio hasta los tacos de salida. Miró el suelo de la calle 6, mojada por una inoportuna cortina de fina lluvia. Malo. El viento pegaba en contra (0,5). Peor. Sólo cuando notó las cámaras se vio al Bolt esperado. Se marcó un contoneo de salsa. Dirigió un mano a su grada y con la otra se palmeó el corazón. Os quiero. Es mutuo. La grada le coreó: ¡Usain Bolt! ¡Usain Bolt!. En un último guiño antes de ajustarse a los tacos enarcó las cejas tres veces. Pero era una broma seria. Esta vez tenía un enemigo de altura. Yo no dudo jamás, dice.
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Y no lo hizo. Había agresividad en su mirada, la que siempre ha tenido bajo su sonrisa. La marca de los depredadores. Salió a por el récord desde la primera patada. Ejecutó una maravillosa curva. Ya estaba solo. A solas con aquel 19.19 que marcó en Berlín en 2009. Está acostumbrado. Lleva años compitiendo contra el cronómetro. No se relajo ni un instante. Se exprimió mientras sus teloneros ya no contaban. Y ahí, justo al final, se lo notó algo inusual en él: el sufrimiento, el límite. Quería y no podía. Por una vez la recta se le hizo larga. Hasta echó la cabeza adelante al entrar con la mirada fija en el marcador. Entonces gritó: ¡Ahhhhh!. No. Mientras frenaba lanzó un golpe al aire de rabia. Medalla de oro y buen registro, pero sin récord: 19.78. Ni él había podido con el mejor Bolt. La decepción le duró lo que la megafonía tardo en poner a Bob Marley. Reggae Night. Noche de reggae en Río. Y de oro para Bolt. El octavo. Su tercera final olímpica consecutiva en los 200 metros. Ahí sí se batió a sí mismo. Tres de 100 y tres de 200. Dicen que el hombre no puede volar. Un hombre, sí: Usain Bolt.
Para ser una leyenda no basta con una hazaña. Hay que repetirla. Apenas cuatro noches después de ganar la final olímpica de los 100 metros volvió a ser el rayo de la final de los 200. Como en Pekín 200. Como en Londres 2012. A la historia del deporte le costará generaciones pasar la página del mejor atleta nunca visto. Esta próxima madrugada tiene cita con sus últimos diez segundos olímpicos: la final de los 4x100 con Jamaica. Si también vence, encadenará nueve oros seguidos. Y ya seré inmortal. Ya lo es. En 2008 vino del futuro para, desde su altura de 1,96 metros, reinventar las leyes de la velocidad, y ahora que cumple 30 años y se retira regresa a ese futuro. A la posteridad. ¿Quién volverá a dominar así tres Juegos? De esa inmortalidad habla Bolt. Se ve viejo, rodeado de nietos, con dificultades ya para bajarse de la hamaca. ¡Maldita espalda! Y con la sonrisa satisfecha de quien, ya al final de su vida, ve cómo nadie ha sido aún capaz de hacer lo que él ha hecho ahora. Seré el hombre que ganó nueve oros. Sólo le falta uno. Algo menos de diez segundos de vuelo... Y despegará hacia ese lugar que sólo ha pisado él.
La final de los 200 metros es su coto. Siempre ha sido para mí mucho más especial que la de los cien. Los 100 son su juguete; los 200 su vocación desde que pisó una pista. Quería irse de su carrera con una obra maestra. Bolt batió en la final de Pekín 2008 el viejo récord de Michael Johnson. Un año después lo rebajó hasta los 19.19, cada vez más cerca de la barrera de los 19 segundos, del límite humano. De eso se trataba esta pasada madrugada. De ganar otro plazo en la inmortalidad. Cuando rompió por dos centésimas el récord de Johnson dijo que había sido una carrera rápida, pero no buena. Le quedó ese resquemor que no ha podido quitarse. En Río lo intentó por última vez.
En apenas veinte pasos ya había atrapado a francés Lemaitre, un blanco en un planeta negro. La curva le dejó en solitario. Potencia, velocidad, equilibrio y electricdad. Parecía que la pista le daba calambre. El estadio rugía. Detrás, en la pelea por la plata, el joven canadiense Andre de Grasse tomaba ventaja. Lemaitre, Gemili y Martin compartían el mismo centímetro en la lucha por el bronce. Pero para verles hubo que esperar a la repetición. Eran invisibles. Todos miraban a Bolt. Su ventaja. Sus dientes blancos. Su figura al galope. Ojos locos. Y, por sorpresa, Río asistió a su agónico final. Entró consumido. Ni el oro le consoló al principio.
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Fue el único que bajó de veinte segundos. De Grasse celebraba la plata (20.02). Y Lemaitre le gritaba a Río su felicidad con los brazos abiertos. Al fin bronce, compartido con el británico Gemili. Lemaitre, un blanco en el podio de los 200 (el anterior fue el griego Kenteris en 2000). Su tiempo, 20.12, es el mismo que marcó Bruno Hortelano en las series clasificatorias. Al español le reclama el futuro. De eso sabe Bolt. Desde Pekín 2008 ha conquistado la eternidad. Tras la rabia inicial por no saltar su propio récord, volvió el Bolt de siempre. Noche de reggae. Baile. Reverencias al público. El atletismo no ha tenido otro reclamo como él. Fascina al público. Se acercó a la meta de la calle 6. De rodillas la besó. E hizo lo que todo el mundo esperaba. La postura del rayo. Una de sus muchas campañas de publicidad tiene este lema: El más rápido para siempre. Esta próxima madrugada cierra del círculo con la final de 4x100. Luego partirá hacia el futuro, el lugar de origen del mejor atleta que ha pisado la Tierra.
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