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J. Gómez Peña
Miércoles, 17 de agosto 2016, 00:00
Orlando Ortega era un chaval de Artemisa, en Cuba. Callejeaba con su pelota de béisbol, con sus guantes de boxeo. Pero en casa todos eran atletas, hasta la abuela, que corrió los Panamericanos. Ella le guió en sus primeros trotes. Por eso se acarició la ... medalla que siempre lleva colgada en los tacos de salida de la final olímpica de los 110 metros vallas La compraron juntos. La besó y miró al cielo. Un mensaje hacia Estados Unidos, donde anda su familia. No puede verles. No puede volver a Cuba porque no quiso regresar en 2013, porque no se sometió a la dictadura de la Federación Cubana de Atletismo. Dedició quedarse en España, su nuevo país. Un par de semanas antes no sabía si le iban a dar permiso para estar en los Juegos. Logró al final el pasaporte olímpico.
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Y allí estaba frente a diez vallas. Diez fronteras entre él y las medallas. Salió mal, como siempre, y, como en él es habitual, remontó. Atrapó al final al francés Dimitri Bascou (13.24) y no pudo alcanzar al vencedor, el jamaicano Omar McLeod (13.15). Pero sí agarró la plata (13.17) por la que cambió de país. Plata cubana para el atletismo español, que sólo tiene una docena y que no subía al podio desde 2004. Ahora lo ha hecho con los muelles de un cubano rebozado en la bandera española. Gracias España, dijo.
Los obstáculos forman parte de la vida. Apoyado en los tacos de salida, Orlando Ortega no ve vallas, sino la meta. Suena el disparo. Trece metros lisos. Su inicio en el atletismo fue fácil. Se lo enseñó en la cuna su abuela cubana, antigua velocista. Cuando ganes medallas, las pones junto a las mías, le hizo prometer. Ella me da suerte. El nieto no sale bien en la final de los 110 metros vallas de Río. Soy pésimo en arrancada, admite. Primera valla. Primer escalón hacia el bronce. Llega el último a ese punto. Pero no duda. Nunca. Sé que la segunda parte es la mía, se repite. Mide 1,89 metros. Tiene piernas de goma. Fluye sobre el filo de la valla inicial.
Tres pasos a todo ritmo antes de la segunda valla. Fase de aceleración. Más ritmo. Hay que puntear el tartán como si fuera de lava. Quema. Muelles. Lo más difícil son los tres pasos entre vallas. Segunda, tercera, cuarta, quinta valla. Ahí se pone a la par de casi todos sus rivales. Tiene que reservar algo para el segundo acelerón. Es la carrera de la elasticidad y la velocidad resistente. Séptima valla. Tras negarse a obedecer a su federación en 2013 ha tenido que pasar tres años sin competir antes de poder hacerlo como español. Entrenarse cada día sin meta es una tortura. Un obstáculo enorme. Lo saltó y ha vuelto justo a tiempo para otra final olímpica. En la de Londres 2012 fue sexto cuando era cubano.
Orlando Ortega siempre crece a medida que pasa dificultades. El final es lo suyo. No es descompone. Cuando la federación cubana quiso imponerle el calendario y un nuevo entrenador se negó. No regresó a la isla. Se quedó en España. Se hizo español. Saltó esa frontera. Octava valla. Estira el muelle y recupera su forma al instante para volver a impusarse en el suelo. Ya está a la altura de los franceses Martinot-Lagarde y Bascou. Visión panorámica. Van igualados. Un detalle puede decidir. Su padre se llama como él. Es su entrenador. Mi hijo es muy fuerte mentalmente, asegura. Determinado. Lo voy a dar todo, había dicho antes de la final olímpica. Yo soy mi mayor rival. Corro contra mí mismo. Y contra el dúo francés al que ya tiene a tiro.
Décima y última valla. Quedan 14 metros, donde más cuesta correr. Hay que echar el pecho hacia delante. Querer. Seis zancadas más. Como las que tantas veces le ha visto hacer a su ídolo y amigo, el cubano Dayron Robles, oro en los Juegos de Pekín 2008. Tras pasar la última valla me he visto en posición de medalla. Lo he dado todo, cuenta. Pasa encima de los galos. Por delante sólo queda el favorito, el jamaicano MacLeod, el que ha hecho la mejor marca en las semifinales (13.15, por 13.32 de Ortega). Pero ya no hay más vallas. A Ortega se le acaban los 110 metros antes de atrapar a McLeod. Entonces clava sus ojos en el marcador del estadio olímpico. Lo ve. Su nombre en letras de plata. Explota. Se tapa la cara. McLeod ha parado el crono en 13.03. Y él en 13.17. Bascou, el bronce, en 13.24. Ortega sabe que vale más de lo que marcan esos dígitos, pero ya llegarán los récords. Era una noche para recoger la plata que este velocista ha traído desde Cuba al atletismo español, huérfano de medallas desde Atenas 2004.
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