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J. Gómez Peña
Miércoles, 3 de agosto 2016, 21:01
Frente al centro de prensa del Parque Olímpico de Río de Janeiro se levanta una ristra de rascacielos ocupados estos días por periodistas. Los apartamentos son como Brasil: impredecibles. En unos, hay tres alcayatas clavadas en la pared en lugar del armario prometido. En otros, ... los baños son como la ruleta del casino: rojo o negro.
Blanco o marrón. Tiras de la bomba de la cisterna y... A saber. Lo mismo desaparece el bulto o emerge como un volcán de agua sucia en erupción. Al otro lado del Parque está la Villa Olímpica, las torres en las que duermen 10.500 atletas. Allí también puede pasar de todo. En el paseo de acceso te cruzas con un jugador francés de la NBA de más de dos metros y con una gimnasta china de metro y poco de altura. El reparto de alojamientos tuvo su dosis de azar. La delegación de Australia calificó sus apartamentos de «inhabitables» y el equipo español tuvo que reclamar fontaneros y electricistas para suturar las heridas de unos inmuebles hechos deprisa. A la jugadora de balonmano Marta Mangué no le ha gustado la comida. «Esto no es lo que esperábamos. No van a ser las mejores olimpiadas que he vivido», lamenta. Al judoka Sugoi Uriarte, en cambio, le ha tocado el ático del bloque 27: «Un privilegio. Vaya vistas. Hay cosas que mejorar, pero está todo mucho mejor de lo que esperábamos».
A las puertas de la ceremonia de apertura casi nadie habla de Usain Bolt o de Michael Phelps. Les han robado los focos el descrédito creciente del Comité Olímpico Internacional, incapaz de luchar en serio contra el dopaje y la corrupción. Al velocista más rápido de la historia y al nadador más laureado también les ha tapado Brasil. El país emergente que se ha quedado sin dinero por la bajada del precio del petróleo y el descenso de la demanda de China, su principal cliente. El país donde uno de cada cuatro brasileños vive en favelas. El país de la fiesta, la samba y el carnaval en el que la vida no vale casi nada: en España hay menos de un asesinato por cada 100.000 habitantes, aquí se registran 32. El país del zika, el mosquito que asusta. Y el país que acoge, con todo aún cogido con alfileres, los primeros Juegos Olímpicos celebrados en Sudamérica.
A Río de Janeiro le sobra paisaje. Es un lugar hermoso ocupado por un enjambre humano. Y eso se nota a pocas horas de que comiencen los Juegos Olímpicos. La Villa Olímpica pertenece a ese Brasil atractivo y caótico. La delegación española está repartida en el bloque 27, junto a la holandesa, detrás del edificio de Australia, el que desató la polémica: fugas de agua, habitaciones sin luz, cañerías que no dan abasto... A la balonmanista Marta Mangué, que disputa su tercera cita olímpica, no le han gustado «ni la lavandería ni la comida». Al equipo de judo, en cambio, le ha salvado vivir en el ático. Desde arriba todo se ve distinto: «En diez minutos llegamos al lugar de entrenamiento. Tenemos dieciséis tatamis a nuestra disposición», coinciden. «Y el paseo de la villa es más bonito que el de Londres (2012)», apunta Sugoi Uriarte.
Los Juegos confían en que la competición oculte todas sus deficiencias. Que el reparto de oro tape los accesos aún en construcción; el aroma fecal que no se va; la suciedad de la bahía de Cuanabara, donde se disputarán las competiciones de vela y donde van a parar las aguas residuales de más de diez millones de habitantes... Los responsables de la cita olímpica esperan que Bolt, Phelps y sus herederos pasen página sobre estos Juegos que nacen descosidos. Así está todavía la Villa Olímpica. Pronto ya no se hablará tanto de las cañerías como de lo que siempre se dice de la villa: que se convierte en una residencia de vacaciones llena de jóvenes cargados de hormonas y en plenitud física. Y a salvo de cámaras. Allí no se puede filmar. La Villa es privada. Se van a repartir 450.000 preservativos. A 43 por deportista.
En Juegos anteriores, algunos de estos envases se convirtieron en globos llenos de agua que asustaban a los transeúntes y hacían troncharse de risa a los de la planta veinte. La Villa es un cruce divertido. Roger Federer conoció así a su esposa, la ex tenista Miroslava Vavrinec, en Sídney 2000. Durante tres semanas los talentos físicos del mundo comparten este coto privado en el que no faltan McDonalds ni botellas de agua de alta graduación. Fiesta olímpica. Daniel Costantini, entrenador de la selección francesa de balonmano que fue campeona del mundo en 1995 y que fracasó un año después en los Juegos de Atlanta 1996, lo reflejó entonces así: «Dentro de veinte años tendremos un buen equipo de waterpolo». Era su manera de criticar a alguno de sus jugadores, que gastaron en Sídney mucha energía con sus amigas de la natación sincronizada. Y, sin querer, acertó: Francia tiene ahora, dos décadas después, un gran conjunto de waterpolo.
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