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El pabellón del breaking está instalado en la plaza de la Concorde. Para llegar hay que cruzar un terreno arenoso lleno de tabernas portátiles en las que venden refrescos a doblón y bocadillos de estropajo. En una parcelita han puesto una lona sobre la que ... están bailando dos jóvenes. Los disc-jockeys ponen música de hip-hop y los chavales sufren insólitas convulsiones muy aplaudidas por el público. Un niño pequeño, de seis o siete años, salta al escenario, animado por su padres, y dobla brazos y piernas como si un ladrón le hubiera robado los huesos. La gente lo ovaciona con asombro. Puede que ahí esté un futuro medallista olímpico.
El Comité Olímpico Internacional entró en pánico hace unos años, cuando comprobó que a los adolescentes no les interesaban los Juegos. Se propuso entonces incorporar al menú deportes más dinámicos y electrizantes, que encajaran con las aficiones de unos muchachos cautivados por los videojuegos y las redes sociales. En Tokio ya se incluyeron la escalada y el skateboard, disciplinas fulgurantes y acrobáticas, que atraían a un público más juvenil. En París se ha redoblado la apuesta y se ha apostado por el breaking, una modalidad entre artística y deportiva que este viernes ha debutado con toda solemnidad.
El campo de juego imita la pletina de un disco. Un radiocasette gigante preside el escenario; es un loro típico de los ochenta, muy Pet Shop Boys o Mecano, y luce los aros olímpicos en el centro. Habrá bailarines, nacidos en la era de Spotify, que no sepan interpretar toda esa escenografía. Nueve jueces presiden la competición: cinco llevan visera y dos gorrillo de pescador. Encima de ellos, dos discjockeys pinchan la música que los deportistas deben bailar. En el campo de juego hay siempre dos maestros de ceremonia. Uno habla más en inglés y otro en francés, pero parece que acaban de venir del Bronx. Llevan grandes collares y camisetas blancas de fútbol americano, con los números 03 y 59 en dígitos dorados. No paran de lanzar gritos entusiastas y de moverse. Ellos introducen a los participantes con grandes voces, ritmos y alharacas; son una versión olímpica y rejuvenecida de José Luis Moreno.
El público asiste a la competición con curiosidad, sonrisas y fascinación. Cuando acaban los bailarines, unos aplauden educadamente, como si estuvieran en la ópera, y otros pegan chillidos futboleros. Todavía no hay un protocolo de comportamiento establecido. En la primera competición olímpica de breaking han participado diecisiete mujeres, con edades comprendidas entre los 17 y los 41 años. Les llaman las b-girls. Los b-boys, los dieciséis hombres, saltarán el sábado a la pletina de la Concorde. El torneo se disputa en forma de duelos. Las bailarinas improvisan al ritmo de la música y eligen cómo expresar lo que sienten, aunque introducen pasos reconocibles, como los 'windmills' o molinos creados con las piernas. Los jueces votan a su preferida y la suma total determina la ganadora. En París, la campeona ha sido la japonesa Ami. «Esto quedará para los libros de historia del deporte y del hip-hop», clama Maleek, uno de los maestros de ceremonia. Tal vez tenga razón. En Los Ángeles no repetirá como disciplina olímpica y puede que acabe siendo, como la natación con obstáculos o la carrera de globos aerostáticos, una curiosidad ocasional de los Juegos.
Al menos sí quedará para la historia personal de la afgana Manizha Talash, residente en España y miembro del equipo olímpico de refugiados, que se marcó el primer duelo del breaking olímpico contra la neerlandesa India. Perdió 3-0, pero no importó el resultado, sino el mensaje. En su segundo baile, Manizha se quitó la sudadera negra y desplegó una capa azul con una leyenda en inglés: «Libertad para las mujeres en Afganistán». Manizha acabó su participación construyendo un corazón con las manos y demostrándole al mundo que el infierno del baile, el pelo suelto y la alegría es mucho más interesante que el barbudo y polvoriento paraíso de los talibanes.
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