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Sergio Moreno Laya
Domingo, 6 de marzo 2016, 21:14
Con el agua hasta el cuello, la bocana es la frontera entre el todo y la nada. Es el límite que marca eso de cerrar los ojos y dejarse arrastrar por la bronca, o seguir hasta el siguiente impulso definitivo para alcanzar la orilla con ... todos los goles que hagan falta. Bocanadas desde el césped hasta el último graderío de Las Gaunas. Al unísono, a la vez, del gol sur al norte para sobrevivir a una riada arbitral heladora y ya sonrojante por recurrente desde hace ya unas cuantas fechas. Con el agua hasta el cuello todo dios en Las Gaunas. Y nadie parecía que se iba a poder salvar porque la vía de agua se había producido en el único lugar donde no existe cerramiento posible. Y es que al árbitro no se le puede marcar de cerca, ni tampoco se puede ir al choque contra él, no hay quien le robe el balón porque nunca lo tiene entre sus pies. Ahora bien, su daño puede ser irreparable, más cuando la chulería es el punto de respuesta de cualquier posible reclamación. Y en medio de la corriente del silbato ligero que está estresando de lo lindo a los blanquirrojos, un joven muchacho de Baños de Río Tobía, que sentía una deuda consigo mismo y con sus aficionados desde aquel partido en Las Gaunas ante la Peña Sport, salió para situarse bajo palos y hacer lo que andaba tiempo esperando: sujetar a todos sus compañeros y aficionados en medio de la riada arbitral para sacarles hasta la orilla, desde donde les dio unas mantas, les secó bien, les puso de nuevo presentables y se pudo ganar el partido al Izarra.
En la orilla de la banda de Las Gaunas se calzó las botas Fermín Sobrón, mientras Miguel abandonaba el césped contrariado tras ser expulsado por Ávalos Martos, tan malo que ni se le califica si acertó o no con el penalti de Miguel sobre Francis. Contacto hubo, y claro, pero queda por saber si el punto de partida del delantero navarro fue legal por posible fuera de juego, o si Miguel lo tiró dentro o fuera del área. Daba igual. Todos, por sentir el agua en sus cuellos de esta riada arbitral, sabían que acabaría siendo penalti y expulsión, como así pasó. Y es que hasta entonces, el colegiado catalán había mostrado dos amarillas a Chevi y Titi por fingir faltas en el centro del campo tras sendas entradas duras de jugadores navarros. O había amonestado a Miguel, capitán, por pedir en el centro del campo que un compañero suyo fuera atendido por los doctores riojanos. Un Iker Alegre que tuvo que abandonar el terreno de juego lesionado tras otra buena tarascada de este Izarra de pierna larga pero deportiva. Se sabía que el árbitro catalán iba a pitar penalti porque se encaraba con cualquier jugador blanquirrojo invitándole (porque sus gestos eran evidentes en la exageración y el postureo) a que volvieran a protestar para mandarlos a la ducha. Un trencilla de gomina caduca, caspa añeja y escasa empatía con quienes le garantizan un buen pellizco cada fin de semana: los futbolistas, protagonistas, con los entrenadores, de este juego.
Ahora bien, la corriente es tan fuerte, la riada arbitral tan rotunda desde hace ya unas semanas, que a Fermín Sobrón le tocó ponerse los guantes en medio del deshielo más abrumador del campeonato. Porque un gol del Izarra desde el punto de penalti del fondo norte, con seis jugadores incrustados en defensa, evidenciaba la dificultad mayúscula de remontar este tanto. Una torrentera monstruosa a los pies de un Fermín Sobrón que se calzó la camiseta 13 del héroe prematuro. Y la lució con orgullo en una parada a Francis abajo que celebró el riojano, eufórico, espoleado por unos jugadores que confían en él, y unos seguidores que se daban codazos advirtiendo la valía de un Sobrón que siendo tan joven ya sabe lo que es el fútbol, un continuo tobogán en el que no se debe dejar ni un día por mejorar, y él, una vuelta después, ha demostrado que desea con todas sus fuerzas ser portero de fútbol.
En la orilla del penalti parado por Fermín Sobrón, de nuevo secos y algo más tranquilos, los jugadores locales reconocieron que la oportunidad era única, que el partido era importante, y la victoria en casa necesaria para afrontar la recta final del campeonato teniendo el playoff prácticamente decidido a la espera de saber hasta cuándo durará el fuelle del Tudelano o la fiabilidad en casa del Racing de Santander. Con un hombre menos sobre el césped, la UD Logroñés mantuvo el plan inicial, romper por los costados la poblada defensa navarra. Titi hizo y deshizo, y Luis Morán, primero, y Jacobo Trigo, después, tuvieron sendas ocasiones para haber roto el marcador antes. Pero en los días agitados, nada parece sencillo ni lógico. Por eso, en los tres minutos de añadido del primero tiempo, Titi en un disparo desde su casa puso en evidencia a un Aitor Navarro que no supo interpretar el bote del balón en el área pequeña y lo acabó metiendo para dentro. Al vestuario para recomponer la figura un conjunto local y unos seguidores que vieron cómo la riada arbitral podría haber complicado sobre manera el curso de los riojanos.
Hasta el gol de Titi duró el planteamiento ultradefensivo y lícito de Sergio Amatriain, que a partir de ahí tuvo la necesidad de exponer algo más para alcanzar al menos el premio que venía a buscar a Logroño, un empate. Cerró con cuatro atrás y el conjunto navarro se volcó algo más sobre el área riojana, con balones largos que Fermín Sobrón interpretó con magistral partitura. Ni una duda, ni un gesto contrario. Arriba para ganarlas todas y cerrar así el partido ante la Peña Sport de hace ya demasiado tiempo. Arriba, y abajo, porque le sacó una a Briñol a mano cambiada para haber empatado el encuentro desde el área pequeña riojana. Fermín Sobrón era el héroe, Adrián Cruz el debutante en Las Gaunas con pinta de jugador imprescindible, y Luis Morán y Pere Milla, los supervivientes de la corriente arbitral que cerraron el partido a la contra. Robo en esfuerzo definitivo del asturiano para ponerle un balón a Pere Milla, que tuvo tiempo de repasar toda la Wikipedia al completo antes de marcarse una vaselina espléndida sobre la salida de un vencido Aitor Navarro. Y desde la orilla festejar la tarde en la que Fermín Sobrón saboreó la miel del fútbol como premio al esfuerzo diario y silencioso.
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