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La propaganda oficial insistía en que íbamos a poder llegar a todos los estadios en metro y eso nos hacía mucha ilusión. El énfasis era tal que uno se imaginaba saliendo del vagón y entrando en el campo casi sin asomarse a la superficie. La ... realidad, sin embargo, está resultando mucho más esquiva. Hay ocasiones en que el metro se acaba, sube uno a la calle y ve el estadio allá a lo lejos, borroso como un espejismo, y tiene que andar con la mochila a cuestas por un caminito acotado por vallas que se retuerce como si fuéramos a entrar en el dragon khan.
A la entrada aún se aguanta, pero la salida, sobre todo si es a medianoche, es una recreación del séptimo círculo del infierno. Ayer, en el estadio 974, tuve la sensación de participar en una gigantesca 'escape room'. No me extrañaría que en estos momentos mi imagen, tal vez pixelada por misericordia, esté saliendo en algún programa de cámara oculta en la televisión catarí con las risas en off a todo volumen.
Primero anduve casi medio kilómetro hasta el metro para encontrarme un atasco que ríanse ustedes de la peregrinación a La Meca. Decidí entonces coger un Uber, pero para pillarlo había que caminar otro kilómetro largo para salir a una autovía destemplada a la que los coches no sabían ni cómo llegar. Finalmente, con la mansedumbre de los toros muy picados, resolví agachar la cabeza y coger los autobuses que la FIFA pone a disposición de los periodistas. Es esta una tortura refinadísima porque está disfrazada de privilegio. Los autocares te llevan todos al centro de prensa, desde donde hay que coger otro que vaya a la zona de la ciudad en la que esté tu hotel.
Los conductores deben manejar un plano de Doha con hechuras de mapamundi porque tardan milenios en llegar. Aquel día solo quedábamos un periodista japonés que había alcanzado el nirvana y yo. El conductor detuvo el autobús en la parada anterior a la mía. Eran las dos y media de la madrugada. No se movió durante diez minutos, pero del salpicadero salían unas voces inquietantes. Cuando ya no aguanté más, me levanté y me encontré al chófer viendo una serie en una pequeña televisión que llevaba oculta junto al volante. Ni siquiera me enfadé. Definitivamente derrotado, humillado incluso, solo acerté a musitar «come on!». El tipo bajó el volumen y arrancó. El japonés, bendito él, roncaba.
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