La plaza tiene alrededor árboles que disimulan el perímetro por donde aún pasan coches, y en el centro, el clásico quiosco redondo cuya cúpula termina en un picudo pirulí. Hay un carrusel, una churrería, soportales de piedra y, por Navidad, una estructura de metal adornada ... con guirnaldas que hace las veces de un bazar improvisado. Así es la plaza donde cada domingo los críos de mi ciudad completan su colección de cromos del Mundial, como si en vez de un álbum estuvieran completando un atlas geográfico, reconociendo el mundo que habitan con veinte cromos por país.
Si hay algo que pervive en los lugares donde aún es posible la convivencia es eso, el intercambio: en esa plaza aún se puede sacar la lista de repes y tachar, conseguir a Fabian Schär a cambio del escudo de Senegal, a Hakimi a cambio de un Azpilicueta repetido, pero también se puede chutar, poner los jerséis en el suelo hasta hacer dos montículos y que por arte de magia aparezcan los palos de la portería donde es posible meter goles por la escuadra. No muy lejos de la banda, en las mesas de las terrazas suceden conversaciones bajo grandes magnolios, mientras los porteros ruedan por el suelo para evitar un córner donde no hay líneas. La imaginación de la calle se lo permite y por eso dicen que Marruecos juega haciendo magia últimamente.
¿Hasta qué punto influye la cultura de un país en la forma que tiene de jugar al fútbol su selección? La calidad de un jugador a 170 pulsaciones por minuto tiene que ver no solo con su entrenamiento sino también con lo que ha aprendido en una plaza, en el barrio, en la rebeldía o la fe que se han manifestado a su alrededor mientras crecía. Y solo hay que leer las crónicas deportivas sobre el juego de Marruecos en el Mundial para saber que el partido que nos viene es un ejercicio de picardía tras la muralla cerrada, y ahí adentro, a ver quién gana, porque en los zocos está la artesanía del regateo, pero en nuestro país se escribió el Lazarillo de Tormes por una razón.
Un soplo colectivo
Las selecciones son algo más que un equipo y sobre la particularidad de los veinte cromos sucede una fuerza operante en el todo, un soplo colectivo que responde a siglos de historia y política, de educación sentimental y hasta de sabores. Por eso, en días como hoy, el fútbol nos recuerda la importancia de los espacios comunes, el de los salones cada vez más unipersonales en los que estos días entra más gente de lo normal, el de las pantallas gigantes en los parques, el de los bancos de los parques donde sentarse a ver a los críos imitar a Otamendi o Mbappé, bajo la luz del sol o las farolas, donde uno se puede hablar, y tocar, y generar lo posible, como una combinación de pases que culminan en gol.
No sé si se están vaciando los espacios públicos por el peso que está ganando la individualidad, o que las ciudades se están volviendo ásperas costuras, ruidosas y dominadas por el consumo, que solo permiten acelerar el paso, pero cuando en 2001 la Unesco declaró la plaza Jemaa el Fna de Marrakech, en Marruecos, Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad, deberíamos haber mirado nuestras propias plazas para cuestionarnos en qué tipo de lugares las estamos convirtiendo. Porque la distinción del mítico zoco no fue por su valor urbanístico, sino por lo que sucedía dentro de ella; esa itinerancia entre el comercio y las actuaciones de músicos, la miscelánea entre las acrobacias y los animales, y los olores a especias de siglos de antigüedad. Eso es lo que se premió. Hoy que todas las plazas del mundo se parecen cada vez más, veremos qué es lo que gana.
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