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Empezaré mi crónica de hoy contándoles una experiencia personal de la que se infiere una profecía que me atrevo a hacer sobre este Mundial. Vayamos a los hechos: el día 27 de los corrientes me hallaba yo en Lausanne (Suiza) por cuestiones de trabajo que ... no paso a detallar (nada que ver con la fuga de capitales, no vayan a pensar mal). Ese mismo día les recuerdo que jugaba la selección suiza contra la de Costa Rica. Se acercaba la hora de cenar y miré qué ambiente reinaba en los restaurantes del interior del hotel. Puaf!, nada interesante: varios turistas aquí, hombres de negocios hablando de sus cosas por allá… yo buscaba aires futboleros y enseguida comprendí que, para encontrarlos, tendría que salir a la calle a realizar una exploración. Las calles estaban desiertas, ¡buena señal!, pensé. Yo aspiraba simplemente a uno de esos locales populares y cerveceros donde la gente zampa lo que le echen mientras está pendiente del partido por televisión. Es el sitio ideal para integrarse en las emociones del país y comprobar de qué pie cojean los nacionales en cuanto a fútbol se refiere. El tipo de bares de los que hablo existía, ya lo creo que sí, pude ver que lo eran a través de los cristales y por sus inconfundibles anuncios de cerveza Paulaner.
Sin embargo, estupefacta comprobé que estaban todos cerrados y que incluso en algunos habían puesto un cartelito explicativo que atribuía al partido de su selección el cierre puntual del negocio. ¡Cielos!, exclamé mentalmente, ¿cómo es posible que no haya esa comunión de espíritu deportivo que sólo proporciona un bar? Regresé al hotel para cenar y le pregunté al maitre por los motivos de tan extraña situación. Él me respondió sin inmutarse que el Ayuntamiento había puesto una pantalla gigante en un parque despejado para que quien quisiera compañía acudiera allí. De lo contrario, cada uno tenía su casa y su propio televisor. Me quedé de piedra. Cierto es que cuando acabó el partido y Suiza se clasificó gracias a un empate, empezaron a aparecer coches por todas partes que tocaban el claxon a todo meter y ondeaban banderas de las de la cruz blanca sin parar. De todos modos eso no me impresionó y ya en aquellos momentos pergeñé una profecía que mantengo aún: «Estos tíos no van a ganar un mundial ni de broma».
Para entender mejor mi razonamiento hagamos una comparación: ¿se imaginan ustedes que la selección española se entera de que han cerrado los bares del país mientras están jugando? ¡Bueno, la que faltaba! No quiero ni pensar en las declaraciones que se marcaría Thiago Alcántara. El muchacho ha desgranado un discurso propio de telepredicador en el que pide apoyo moral a La Roja por parte de la hinchada, menos críticas y que la prensa se modere en su afán de perfección técnica. También recurre en ciertos momentos a la autoayuda y alienta a sus compañeros recomendándoles fe en el triunfo final. Para mí, que se ha pasado. Ya sabemos que el aficionado español medio tiende a ser quisquilloso y escéptico, pero siempre está al lado de los suyos, en eso no ha fallado jamás. ¿Qué pretende Alcántara, que les mandemos bombones y osos de peluche a la concentración? No, cada uno hace lo que sabe, lo que está en la tradición de su país. En España cuando juega La Roja los bares se ponen a tope y hay suspiros, gritos, emoción, confraternización entre el personal. Si a la selección suiza le llegara la fuerza moral que se desprende de esos encuentros entre la gente, igual eran capaces hasta de ganar. No hay más cáscaras, mis queridos jugadores, el apoyo de vuestros ciudadanos ya lo tenéis. Sólo os falta un poco de imaginación para representaros la escena: el camarero que pide perdón por taparte la visión de la pantalla cuando pasa frente a ti para servir una mesa, los comentarios de los clientes, llenos de pasión, y la cerveza, mucha cerveza, que es una bebida amistosa y confabuladora como la que más. ¡No pretenderéis que hagamos una procesión o rogativa! Nada, tíos, confiad en nosotros y jugad bien, que eso también suele ayudar.
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