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El 5 de diciembre, a las ocho de la tarde, Brasil devoró a Corea del Sur en el estadio 974. Le metió un sonoro 4-1. Neymar, Richarlison, Vinicius e incluso Tite, el entrenador, se pusieron a bailar samba sobre el césped. Cuatro días después, ... tres operarios, montados en una grúa azul, retiran las lonas que cubrían parte del exterior. Camiones entran y salen del recinto, al que ya no se puede acceder ni con acreditación. Una cuadrilla de trabajadores, vestidos con mono azul, abandonan el tajo ante la mirada de un supervisor. Varios aficionados argentinos, que habían venido a ver el estadio, se llevan un chasco porque no pueden acercarse. Está vallado por completo y no hay manera de entrar, salvo por un hueco custodiado por agentes de seguridad. Lo ven de lejos y se hacen algunas fotos al lado de una reproducción gigante de la copa Jules Rimet que ha quedado olvidada en el centro de una explanada gris.
Antes incluso de que acabe el torneo, los cataríes han comenzado a desmontar el estadio 974. Está emplazado en el barrio de Ras Abu Aboud, una zona portuaria despejada y poco vistosa, azotada por las brisas húmedas. Lo construyeron sobre un promontorio artificial y lo inauguraron hace apenas un año, en noviembre de 2021. Sobre su césped solo se han jugado trece partidos: seis de la Copa de Asia y siete del Mundial. Ya no se disputarán más, al menos en Doha.
El estadio 974 ha sido uno de los ocho campos de este insólito Mundial celebrado en una tierra sin pasión por el fútbol. Los partidos de la liga local, según reconocía Santi Cazorla, jugador del Al Sadd catarí, apenas congregan a un millar de personas, así que estos estadios elefantiásicos, con capacidad para más de 40.000 personas, se han quedado de pronto sin uso. El 974, cuyo exterior está formado por otros tantos contenedores encajados, ya se construyó con la idea de desmontarlo en cuanto acabase el Mundial, pero ni siquiera han esperado a entregar la copa. Su original diseño, que lleva firma española, de Fenwick Iribarren Architects, lo ha convertido en uno de los símbolos de la Copa del Mundo y probablemente ahora lo sea también de su efímero legado.
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No se conoce aún el destino del estadio, aunque la previsión inicial era reconstruirlo, no necesariamente por completo, en países pobres y con pocas infraestructuras. Se habla de África o de Sudamérica. Todas sus piezas, que suman más de 27.000 toneladas de acero, están numeradas para que no se pierdan en el proceso de desmantelamiento y puedan volver a ser encajadas como un gigantesco mecano. Si bien el caso del estadio 974, en donde no ha llegado a jugar España, es excepcional, la mayoría de los campos en los que se está disputando el Mundial sufrirán recortes y transformaciones radicales en cuanto acabe el campeonato.
Son portentosas obras de arquitectura y de ingeniería, pero de exageradas dimensiones para un país como Qatar. Casi todos ellos verán reducida su capacidad a la mitad y el Gobierno catarí asegura que donará a otros países los más de 170.000 asientos sobrantes. El estadio Al Bayt, esa fantasmagórica jaima construida en medio del desierto, perderá su tribuna superior e incorporará un hospital, un hotelazo y un centro comercial. También habrá una clínica y un hotel en Al Thumama, el campo en el que España le metió siete a Costa Rica y en el que Marruecos y Portugal jugarán su partido de cuartos.
El Gobierno catarí se muestra orgulloso de las soluciones adoptadas. Hassan Al Tawadi, secretario general del Comité Supremo para Entregas y Legado, asegura que estos planes «innovadores» garantizan que el torneo no va a dejar Qatar sembrado de «elefantes blancos». Hay algo extraño, sin embargo, en esta idea de montar un Mundial en un país que no sabe qué hacer con sus estadios de fútbol.
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