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En la zona industrial de Doha, un suburbio de casitas modestas, descampados y centros comerciales sin glamur, un cartel da la bienvenida a Asian Town. Son las diez menos cuarto de la noche y unas farolas de luz raquítica iluminan de manera muy tenue la ... calle principal, aunque a lo lejos refulgen los focos del estadio de críquet. Sobre una pared, un cartelón escrito en árabe, inglés e hindi se dirige a los trabajadores inmigrantes: «Gracias por vuestra contribución para organizar la mejor Copa del Mundo de la historia». Su contribución puede medirse en sangre. El Gobierno catarí ha reconocido que «entre 400 y 500» personas murieron durante la construcción de los estadios, aunque algunas organizaciones elevan esta cifra hasta los 6.000. La organización del Mundial decidió instalar en este arrabal de Doha, justo en el límite con el municipio de Ar Rayyan, una 'fan zone' con dos pantallas gigantes para que los aficionados pudieran seguir los partidos.
Para llegar al estadio de críquet de Asian Town hay que pasar al lado de unos cines que proyectan películas indias con nombres como sortilegios: 'Mahapurush', 'Shefeekkinte Santhosham', 'Gatta Kusthi'... Junto a las taquillas se inicia la cola para entrar a la 'fan zone'. Hay una fila para hombres y otra para mujeres, aunque esta última se la podían haber ahorrado. Solo se ven varones, con diferentes tonos de piel y edades distintas. Salvo un niño que viste una antigua camiseta de Messi, ya raída, nadie lleva banderas ni bufandas ni equipaciones.
A la entrada del recinto, los agentes de seguridad, con un escáner de mano, vigilan que nadie introduzca ningún objeto prohibido. La atronadora voz del locutor, en inglés, anuncia que el Inglaterra-Senegal ya ha empezado, pero nadie parece tener prisa por verlo. Una de las pantallas gigantes está instalada en el parking del estadio y la otra, en el interior. Muchos aficionados se sientan cómodamente en el graderío, con capacidad para 13.000 personas, pero otros prefieren bajar al césped, quitarse las sandalias y acomodarse sobre la hierba. Un vendedor se pasea entre los espectadores con un termo. Ofrece té caliente y palomitas de maíz.
En esta 'fan zone', al contrario que en la instalada en La Corniche, la FIFA no ha puesto ninguna tienda y tampoco los patrocinadores han levantado sus fastuosos pabellones con azafatas, máquinas electrónicas y coches deportivos. El único juego disponible es una diana contra la que hay que patear un balón. La gente se hace fotos en un túnel fabricado con palés de madera. El cronista se sienta a ver el Inglaterra-Senegal al lado de Jaidr, que vino de Nepal hace un año y ha trabajado en las obras del estadio Al Khalifa. Apenas habla inglés y se limita a sonreír beatíficamente cuando se le pregunta por las condiciones laborales. Quiere que Holanda gane el Mundial.
Shibu y su cuadrilla, naturales de Kerala, en la India, llevan ocho años viviendo en el emirato. Trabajan en el servicio de aguas. Dicen que en Qatar se vive bien y que es la primera vez que vienen. Apuestan por Argentina. En la grada del estadio de críquet, los espectadores parecen dividirse por procedencias: a un lado del vomitorio se sientan quienes nacieron en la India, Nepal o Pakistán; al otro, los subsaharianos. Los asiáticos están callados, serios, graves. Los africanos sonríen y enseguida se ponen a bailar. Cuando Henderson anota el primer gol para Inglaterra, cunde un murmullo de descontento. Casi todos apoyan a Senegal.
Aire de verbena de pueblo
En el descanso del partido, tres bailarinas y una animadora suben al escenario. Las bailarinas van vestidas de blanco y se han puesto una especie de tiara en la cabeza, lo que les otorga un inquietante aspecto de obispos contoneándose. Mueven sin descanso las banderitas de los países que se están enfrentando a 48 kilómetros de aquí, en el estadio Al Bayt. La animadora, una mujer muy guapa, de bellos rasgos hindúes, lleva la melena suelta, pero va con un chándal amorfo con detalles de lentejuela. Ella no canta, pero suena música enlatada y algunos centroafricanos, bendecidos por el dios del ritmo, se mueven compulsivamente, como si recibieran descargas eléctricas. De pronto el Mundial ha cobrado el aire de una verbena de pueblo a últimas horas de la madrugada. No hay mujeres a la vista, salvo en el escenario, y eso es algo más que una casualidad. En Qatar hay un 70% de hombres y muchos trabajadores inmigrantes acuden solos y dejan a sus familias en sus países de procedencia.
La fiesta acaba pronto. Aquí no venden cerveza y tampoco hay actuaciones musicales posteriores, como en las 'fan zones' de los turistas. Cuando termina el partido, la policía desaloja el recinto y apremia a los perezosos. Yego y Kore, kenianos naturales de Nairobi, se han quedado rezagados. Vinieron a Qatar hace cuatro años y trabajan como repartidores. Yego porfía que fue atleta de los buenos en su juventud y Kore, un tipo expansivo y amable, reconoce que añora Kenia, pero que tuvo que emigrar porque allí no había trabajo. Al oír la conversación, un tercer keniano, que no quiere dar su nombre, se acerca y susurra: «Este es un buen país, pero... sus reglas son demasiado estrictas. ¿A que en España puedes ir de la mano con tu novia por la calle? Pues aquí no». A las doce de la noche, cada uno vuelve a su casa; unos viven en apartamentos, otros en barracones. Cuando las luces del estadio de críquet se apagan y el barrio se queda a la luz macilenta de las farolas es como si un viento de tristeza y desarraigo soplara sobre Asian Town.
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