Fan Zone de Doha
Mundial Qatar 2022

El mexicano que se bebió catorce pintas de cerveza

La 'Fan Zone' de Doha es un espacio gigantesco con pantallas gigantes, un escenario apabullante... y un rinconcito para el alcohol

Pío García

Enviado especial. Doha

Miércoles, 23 de noviembre 2022, 01:49

A la entrada de la Fan Zone de Doha, un guardia de seguridad bajito y gordinflón, de movimientos eléctricos, repite a voz en grito: «¡Hayya card! ¡Hayya card!» Esa tarjeta, obligatoria para todos los visitantes mundialistas, guarda los datos de cada persona: el nombre, ... los apellidos, la nacionalidad, la edad. De pronto, el guardia se gira violentamente y corre detrás de un chaval (rubio, delgado, un metro ochenta) que se le ha escapado. Lo pilla y, con ayuda de la policía, lo manda fuera del recinto sin contemplaciones.

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Sus amigos lo esperan con cara de estupefacción. Venían a ver el partido de Estados Unidos contra Gales en las pantallas gigantes, pero no les dejan entrar porque no todavía no han cumplido 21 años. Solo podrían acceder al recinto si fueran acompañados por sus padres, en plan familia feliz que va a pasar un día al parque de atracciones. «Esto es incomprensible», protesta ruidosamente Derryl, el joven expulsado. Pero no le sirve de nada. Las órdenes son las órdenes y la policía no negocia. A su lado, como reprimiendo una sonrisilla, entra un niño de unos siete años acompañado por su padre.

El cronista consigue acceder porque hace ya mucho que cumplió los 21 y además lleva la acreditación colgando. Pasa obedientemente los controles de seguridad y descubre una explanada inmensa, desde la que se contempla el futurista 'sky-line' de Doha. Hay un edificio que se va iluminando con las banderas de todos los países participantes, aunque cuando le toca a España las rayas aparecen en vertical y no en horizontal. En la Fan Zone han colocado varias pantallas gigantes, diseminadas por aquí y por allá, y la atronadora voz de los narradores, en inglés, se cuela por todas las esquinas. En el pabellón de Qatar Airways han puesto unos futbolines. En el de Ooredoo, una compañía telefónica, los asistentes prueban sus reflejos y su habilidad con el balón.

Bordeando el recinto, casetas de comida y bebida ofrecen especialidades de los cinco continentes y cobran los burritos a precio de caviar iraní. En el rincón de Europa, uno puede pedirse unas patatas bravas por 25 riales cataríes (unos siete euros). Sin embargo, en esta zona, solo se venden refrescos y agua. ¿Y las cervezas? El cronista, que lleva una hora buscando el infierno, se lo pregunta directamente al camarero que, en el tenderete de Norteamérica, acaba de venderle un minúsculo perrito caliente, del tamaño de un dedo anular, por diez euros. «Está por detrás», le responde. Y añade: «¿No quieres una cocacola?»

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En realidad, bastaba con seguir la senda de los mexicanos. Lo malo de las restricciones morales es que la gente acaba lanzándose al pecado con una ansiedad de adolescentes reprimidos y el rincón de la Budweisser, a las once de la noche, se ha convertido en un hervidero de gente zigzagueando ávidamente en pos de un cerveza. Cada pinta sale a 50 riales cataríes (unos 14 euros) y la sirven en vasos de plástico que los malotes van coleccionando en forma de torre, como haciendo alarde. Un mexicano, con la bandera atada al cuello, sale del recinto con catorce pintas apiladas, los ojillos a media asta y ese andar titubeante de los que ya han cruzado la frontera.

Una borrachera de 200 euros

Este cronista, dispuesto a comprobar si efectivamente había conseguido trasegar siete litros de cerveza en Qatar, se le acerca para preguntarle su nombre. El mexicano le mira, sonríe beatíficamente y por un momento parece que va a decir algo, pero en ese momento tropieza y luego, a trompicones, se une a un animoso grupito que canta 'Cielito lindo'. Lleva encima una borrachera de 200 euros, pero quizá haya conseguido establecer algún tipo de plusmarca.

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Cuando acaba el partido y sale un grupo musical a cantar versiones de viejos hits de discoteca, aquello parece la plaza del Zócalo. De todos los rincones salen mexicanos, aunque también se ven ecuatorianos, felices por haber ganado en su debut, y algunos saudíes. Son casi todo hombres, con lo que fiesta adquiere de pronto el espíritu de los antiguos bailes en los colegios de curas, con mucho entusiasmo, mucha mano alzada y mucha melancolía al final. No hay noticia de españoles por aquí, aunque Hamzi, un iraquí cuyo hermano vive en Madrid, lleva una camiseta de la selección, y Rafael, un ecuatoriano de Guayaquil, residente en la capital de España, va envuelto en la bandera roja y amarilla porque se lo prometió a un amigo que no pudo venir a Qatar.

Hamzi y Rafa

A la una de mañana, la música cesa y los diferentes grupitos nacionales tratan de prolongar la fiesta entonando sus respectivos himnos, pero sin demasiado éxito. Pacientemente, como antiguos pastores bien entrenados en el acarreo de rebaño, la policía catarí va desalojando la Fan Zone con la ayuda de unos bastones de luz. No hay incidentes ni protestas, aunque la entrada más cercana de metro está siempre cerrada y la siguiente estación queda a casi dos kilómetros.

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«Otros Mundiales están llenos de borrachos y malcriados, mira aquí qué tranquilitos», le dice a su marido una ecuatoriana que lleva a su hija de la mano. Son casi las dos de la mañana y el termómetro marca 23 grados. Es este un desfile triste, de retirada, aunque todavía se escuchan cánticos por las calles de Doha. El metro parece cada vez más lejos, casi inalcanzable. Al mexicano de las catorce cervezas se le va a hacer duro llegar al hotel.

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