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Lo bueno de tener el covid es que durante algunas horas uno se siente investido de un poder de dios olímpico, con capacidad para decidir sobre la salud y la enfermedad del prójimo. Hay algo neroniano y voluptuoso en la posibilidad de quitarse un día ... la mascarilla y toser levemente en la cara de alguien molesto, sabiendo que con cada salivazo vuelan millones de virus a la caza de nuevos aparatos respiratorios. Uno trata de mantener a raya estos impulsos homicidas, aunque esto exige a veces una enorme contención.
A mí me pasó el primer día que logré levantarme de la cama y fui al estadio Al Bayt. Bajé a tomar algo a la cafetería. Vi que había montada una fila pequeñita, diez personas a lo sumo. Calculé, a ojo español, que en diez minutos me iba a tocar el turno. Tardé una hora. Aquella fila avanzaba lenta y penosamente, como una cuerda de esclavos.
El menú tampoco era precisamente Arzak: había tres tipos de emparedados y dos platos calientes. Allí no era necesario esferificar nada. Bastaba con coger un paquetito y servirlo. Sin embargo, todo resultaba prolijo y confuso, y uno añoraba aquellos camareros españoles, messis de la hostelería, que resuelven cien comandas en diez minutos y aún se permiten soltar bromas. Cuando por fin me llegó el turno, pedí un sandwich y una botella de agua.
La cajera me miró con cara de neutralidad, como las vacas miran al tren, sin esbozar siquiera un gesto de lástima, y me informó de que ya no quedaban sandwiches. Sentí en ese momento la necesidad casi física de quitarme la mascarilla y toserle ruidosamente, con mi furia de dios olímpico contrariado. Pero me callé y me conformé con una focaccia recalentada que había completado con éxito su transformación en chicle. Buenas personas en el mundo ya no quedamos más que Infantino y yo.
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