La luz crepuscular de Messi

En este Mundial, estamos asistiendo a la conversión de Messi en una supernova. Tiene 35 años y sabe que pronto se apagará su luz para siempre. Al acabar el partido contra Croacia, cuando atendió a los medios de comunicación, confirmó que el domingo iba a disputar su último encuentro en un Mundial de fútbol. Nunca corrió mucho sobre el campo, pero ahora, durante los partidos, se pasea por el borde del área como un jubilado que estuviera echando de comer a las palomas.

Parece ausente, perdido en sus mundos, hasta que de repente le cae la inspiración y sucede lo imprevisible. El relámpago no siempre acaba en gol, pero sirve para renovar la fe de su equipo, que necesita que su mesías se le aparezca cada cierto tiempo para seguir peleando. En el partido contra Croacia, el primer chispazo de Messi sucedió en el minuto 23. Quizá ni siquiera salga en la repetición de las mejores jugadas, pero fue un brillante fogonazo, un pase vertical y quirúrgico, rompiendo la línea defensiva, que estuvo a punto de dejar solo al lateral Tagliafico frente al portero Livakovic.

En todos los partidos va escanciando Messi gotas de su perfume. Van Gaal lo criticó por dejar a su equipo con diez a la hora de defender y eso enfadó mucho a Leo, pero tan absurda fue la crítica como el enfado. Messi no defiende ni corre porque para eso están los diez obreros con los que salta al campo. Él solo se ocupa de los fenómenos paranormales y Scaloni ni siquiera le da instrucciones porque sabe que, sin su diez, esta selección argentina no pasaría de ser un bloque esforzado con mal pronóstico. Con Leo sobre el césped, en cambio, ocurre lo inexplicable.

A las nueve y media de la noche del martes, Messi alcanzó un balón inofensivo en la línea del medio del campo. Frente a él se situó Gvardiol, el central de la máscara, uno de los mejores del campeonato, quince años más joven que el astro argentino. Durante doce segundos, Leo corrió con la pelota a una velocidad insólita, inesperada, mientras Gvardiol lo perseguía agónicamente, como el Coyote al Correcaminos. Al llegar a la línea de fondo, ya en el área, Messi hizo un quiebro que dejó al central croata clavado en su sitio, despistado, suplicando una brújula. Luego Leo volvió a acelerar y le cedió la pelota a Julíán Álvarez para que anotara.

Los comentaristas enseguida dijeron que había sido un gol maradoniano, una comparación insistente que ha perseguido a Messi desde que debutó con el Barcelona. La sombra de Diego le ha llegado a asfixiar, sobre todo cuando salía de su confortable entorno azulgrana, viajaba con la selección argentina y cosechaba frustración tras frustración. Este es su quinto y último Mundial. Debutó con 18 años en Alemania 2006. Ha caído dos veces en cuartos y una en octavos. Llegó a disputar la final del 2014, en Brasil, pero la selección alemana le obligó a colgarse la medalla del subcampeón.

A su currículum, rebosante de Ligas (diez en España y una en Francia), Ligas de Campeones (cuatro) y Balones de Oro (siete), le falta la corona mundial, esa que Maradona sí ganó en 1986. La amargura llegó a tal calibre que en 2016, después de perder la final de la Copa América contra Chile, anunció que dejaba la selección albiceleste: «Se terminó. No es para mí. Lamentablemente, lo busqué, era lo que más deseaba y no se dio», dijo. Luego regresó, pero volvió a coquetear con abandonarla tras la decepción del Mundial de Rusia. El Messi de Argentina era un Messi desesperado, triste, cabizbajo, eternamente enfurruñado.

Tras el descalabro de Rusia, donde Argentina cayó en octavos, Scaloni ascendió a seleccionador y trató de convencer a Leo para que lo intentara de nuevo. Lo hizo con mucho tacto, auxiliado por Pablo Aimar, y sin meterle prisa. Primero construyó un grupo joven, solidario, sin banderías, y más tarde, en marzo de 2019, encajó a Messi como quien engasta un brillante en una cadena de plata. Dos años más tarde, el astro rosarino alzaba su primer título con la selección, la Copa América, tras derrotar en la final a Brasil, la anfitriona. «Necesitaba sacarme esta espin», proclamó entonces.

La gran espina, sin embargo, sigue clavada en su garganta. Solo se la quitará si el domingo, en el estadio de Lusail, levanta la Copa Jules Rimet. La tercera estrella. Por el momento, Leo está ofreciendo en Qatar el formidable espectáculo de una supernova que lanza sus últimos y hermosos destellos antes de apagarse para siempre. Se le ve contento y relajado. A veces, incluso sonríe.