Iniesta, nada más anotar el gol que cambió a La Roja.
España es mundial

Ésta es otra historia

Hace cuatro años, la España futbolística saltó al otro lado del espejo con el gol de Iniesta y comprobó que hay vida más allá de los cuartos de final con una lección de buen juego, solidaridad colectiva y fe en sus posibilidades que no debería olvidarse

Jorge Alacid

Viernes, 11 de julio 2014, 09:41

Todo el mundo recuerda, incluido yo, dónde y con quién estaba en el momento mágico del gol de Iniesta. Esa noche del verano del 2010, cuando el tiempo se paró y el liviano mediocampista asegura que incluso escuchó el silencio de aquel bendito ... estadio sudafricano. Nadie olvida los preparativos de la final, la electricidad galopando por el éter, la bandera en el balcón. Nadie olvida tampoco la fiesta derramada por toda España que siguió a la conclusión del partido que nos hizo mundiales de verdad, la sensación de que nos devolvían algo que era nuestro, que se hacía justicia con la pasión que el fútbol exige y obtiene entre nosotros. Y algo más, intangible: una especie de mística superior al puro juego, un consenso generalizado en un país propenso a la discusión a garrotazos, un espíritu común de fraternidad que nos hermanó como pocas veces vimos entre españoles. Me parece que por esas misteriosas razones que tiene este juego y sólo el corazón entiende, aquel gol de Iniesta, sus prolegómenos y la explosión de felicidad subsiguiente es lo más cerca que ha estado España de ser un país unido en mucho tiempo.

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Pero yo debo confesar que sobre todo me acuerdo de la tarde del día 7 de julio, cuando nos esperaba Alemania en su cueva y a la hora del partido un atasco me mantenía retenido en dirección al nudo de Chile. Nunca me ha puesto más nervioso un partido. Mejor dicho, la inminencia de un partido. Ni el día del gol de Noly, ni el día del gol de Pita. Tampoco el día de Sarriá en que Salenko envió a segunda al Espanyol y nos devolvió la vida, ni con ocasión del gol de Iturrino que siete días después confirmó la proeza de mantener al amado Logroñés entre los grandes. Sentado en el asiento del copiloto veía caer los minutos disparados, corriendo el reloj a una rapidez que me parecía supersónica en dirección a las ocho de la tarde, sin que ninguno de los coches que nos precedían tras abandonar la autopista se moviera. La adrenalina me iba convirtiendo la lengua en una zapatilla, sentía una sed terrible y miraba por la ventanilla del coche con exagerada envidia a quienes provistos de banderolas y pancartas, la cara tiznada de rojo y amarillo, corrían festivos hacia el Palacio de los Deportes.

Tentado estuve de ser uno de ellos. De huir del coche y campo a través sumergirme en la marea formidable que llenaba de magia el cielo de Logroño cuando ya anochecía. Pero ocurrió el milagro: el coche que nos precedía se movió, nosotros le seguimos y pronto alcanzamos nuestro destino, la tele familiar. No fue difícil: apenas vimos un alma por Logroño. Como en Abre los ojos, la ciudad desierta nos permitió una velocidad de crucero casi nunca vista, los semáforos nos cedieron el paso y a la hora misma en que el árbitro pitaba el inicio de la semifinal ya estaba empujando desde casa a don Vicente del Bosque y su grupo de violinistas.

Así que comparado con el nerviosismo preliminar, pocas noches como aquella he seguido más tranquilo la evolución de los seleccionados en un encuentro de tal calibre. Porque vi desde el primer minuto lo que todos pudimos ver asombrados: el respeto, el sobresaliente respeto con que la 'Die Mannschaft' asistía al espléndido y coral juego de los socios de Casillas y Xavi. En contraste, Ozil y los suyos parecían a punto de sacarse una entrada y sumarse al grupo de espectadores deslumbrados por ese fútbol sinfónico, travieso y simpático que España desplegó esa velada inolvidable, coronada por el hermoso gol de Puyol, donde creí percibir un guiño del destino. Como si la historia nos dijera: bueno, sí, eso del fútbol combinativo está muy bien, gloria al tiqui-taca y a su inventor, el llorado Andrés Montes, pero un poco de furia de vez en cuando Así que hubo furia, en efecto, hubo sensibilidad creativa, hubo solidaridad en la cancha y todos esos valores que convierten a un equipo en eterno. Hubo armonía, prolongada hasta la final y el maravilloso gol de Iniesta, la armonía que nos falta desde entonces. Esa idea de respeto mutuo entre españoles que llegó desde Sudáfrica y se apoderó del país entero. Ese espíritu que debería durar más allá de cada cita mundial.

Pero esa es otra historia.

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