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Jorge Alacid
Lunes, 7 de julio 2014, 10:43
Atención, pregunta: qué es un español. Respuesta: un señor de Cieza, localidad murciana que no tengo el gusto, muy echado plante (lo que viene siendo un pecho palomo), que elige mal sus trajes, anda todo el día enfurruñado cual tertuliano de la TDT, come paella ... como quien comulga y pronuncia muy fuerte la palabra España, silabeando y convirtiendo la ese en jota. Si lleva el sobaco sudado nada más salir de la ducha, no lo dude: estamos ante un auténtico español. José Antonio Camacho, por más señas, líder espiritual que fue del Real Madrid, depositario por lo tanto de las esencias celtibéricas, así de futbolista como de seleccionador.
La sudorosa axila de Camacho es la imagen que me viene a la memoria si repaso los menguados éxitos del combinado que dirigió en los 90. Apoyado en el banquillo en plan chulapón, desenfundada la americana nada más iniciarse el partido, dando órdenes más que instrucciones con esa voz a punto de estallar en un gallo. Un tipo por quien uno siente debilidad. Su carisma, tipo sargento de hierro, consistía en convencer a sus jugadores y al resto del universo mundo de que, en efecto, aquella colina olía a victoria. Sólo había que subirla, desafiando el fuego enemigo y la propia impericia de los seleccionados. Yo, no sé muy bien la razón, llegué a creerme su discurso, hasta el punto de que hoy repaso la convocatoria con que visitamos el Mundial 2002 y me pregunto cómo dejé que me engañara.
Porque hasta el continente asiático viajaron nada menos que Quique Romero, esperanzador producto de la cantera que fue del CD Logroñés, Rubén Baraja como ideólogo, Joaquín y De Pedro en los carriles. Puyol andaba aún de lateral derecho, de modo que el centro de la zaga lo ocupaban Hierro y Nadal, pareja que había vivido años mejores, y por el mediocampo pululaban Mendieta, Valerón y Xavi, quien seguía sin levantar la voz y exigir los galones que le correspondían puesto que reunía todas las condiciones para haber sido el auténtico arquitecto del equipo. Un buen equipo, por cierto, quién lo duda, que superó inmaculado la primera fase (victorias sobre Eslovenia, Paraguay y Sudáfrica) y compareció en las rondas decisivas como es propio de cualquier selección española: pensando que nos iban a regalar el campeonato. Que la Copa del Mundo del 2002 era nuestra. Más que nada, porque sí. Porque éramos españoles y nos comandaba el más español de todos nosotros, el gran Camacho.
Ah, qué tiempos. Ni el empate con la humilde Eire nos hizo recapacitar. Aunque abandonamos los octavos de final sólo gracias a la ronda de penaltis y el ángel de Casillas, lo hicimos convencidos de que los anfitriones coreanos nos llevarían a semifinales montaditos en la silla de la reina y que una vez allí Ay. Ocurrió lo de siempre: se rompió el cántaro que contenía tantos sueños, tantas utopías. Lo de siempre incluía lamentarse por un arbitraje bastante parcial, la mala suerte de rigor, la dichosa falta de acierto. El catálogo habitual de excusas que nos acompañaba desde la noche de los tiempos. Éramos mundiales, pero nos faltaba algo. Un yo qué sé, un qué sé yo. No reparamos nunca en que tal vez nos faltaba lo fundamental: futbolistas. Algo más de calidad en todas las demarcaciones y una mano sabia, más sabia que la exhibida por el simpático y sudoroso Camacho, para organizar aquel talento y dejar que se expresara libre pero racionalmente. Justo lo que nos faltó en el Mundial de Corea y Japón, de donde volvimos entre lágrimas: parecía tan fácil, estuvo tan cerca... Mientras veíamos por la tele a Camacho apretando contra su sobaco a sus inconsolables jugadores, creo que todos pensamos que nunca: que nunca jamás tendríamos una oportunidad semejante.
Tal vez lo pensó el propio Camacho, recuperado como improbable comentarista televisivo. A quien luego escucharíamos, ay qué gustito pa mis orejas, su frase célebre: Iniesta de mi vida.
Pero esa es otra historia.
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