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Jorge Alacid
Martes, 24 de junio 2014, 11:21
Del primer Mundial de México uno apenas recuerda gran cosa y ese poco ya lo citó en otro artículo anterior. Del segundo lo recuerda casi todo. Señaladamente, la mayúscula sensación de derrota, tan necesaria en cualquier aprendizaje. Regresar a casa sin ganas de hablar, ... la cabeza agachada, los andares taciturnos. Pasar del éxtasis al anticlímax en apenas unos segundos: sí, qué grandes lecciones depara este juego. La asunción del fracaso, por ejemplo, por aquellas razones extrañas que le llevan al aficionado recalcitrante a sentir los éxitos de su equipo como propios, igual que hace suyo cada tropiezo. Sobre todo, cuando se habían depositado tantas expectativas en aquella selección española que fue mundial y nos dejó tan amargo sabor de boca. Tan amargo que ya digo: yo sigo sin olvidarlo.
Me veo viendo cada partido ensimismado ante la pantalla gigante del Káiser, hamburguesería que ahí sigue, a su servicio en la calle Labradores. Así como el Mundial de Alemania nos trajo la tele portátil y el de Argentina la tele en color, las imágenes enviadas desde México se servían en Logroño a lo grande, versión panorámica. Un formato exagerado que casaba muy bien con nuestras exageradas perspectivas, puesto que aquella selección lo tenía todo: vertebrada alrededor de la entonces casi juvenil quinta del Buitre, se beneficiaba de otras interesantes aportaciones: por ejemplo, las de dos jugadores que acabarían poco después en Las Gaunas, Setién y Sarabia, el dúo mágico. Ninguno jugó gran cosa en aquel Mundial, donde comparecieron algunos compañeros de quinta como Camacho, junto a una interesante mezcla donde descollaban veteranos como Lobo Carrasco, aprendices como Julio Salinas y varios de los héroes del entonces aún reciente 12-1 a Malta, de Rincón a Maceda, pasando por Señoooooooooooooor, según la voz con gallo incluido de José Ángel de la Casa.
Coronaba aquel grupo la sabia dirección de Miguel Muñoz, uno de esos técnicos cuya genialidad consiste en no hacer nada. Se sentaba sobre su famosa flor, que el ingenio popular imaginaba depositada en su afortunado pandero, y ni se molestaba en dictar instrucciones, corregir movimientos o minucias parecidas. Le debía parecer una vulgaridad. Muñoz se limitaba a mirar el reloj de vez en cuando y esperar que sus futbolistas hicieran el resto. En la primera fase, su táctica cosechó bastante éxito por cierto: luego de caer ante Brasil, incluido un gol fantasma de Míchel que nos devolvió a los grandiosos días de Cardeñosa, dos victorias ante los paupérrimos (que diría David Vidal) combinados de Irlanda del Norte y Argelia pusieron a la selección en su escenario favorito: ante la posibilidad de ser eliminados en cuartos, jugando bien, siendo superiores, chocando contra la adversidad... Todo muy español.
Sólo era necesario liquidar antes al rival de octavos, la amenazante selección danesa con Laudrup de primer bailarín. Aquel día, que en España fue aquella noche por esas cosas del ciclo solar, se recordará por los goles de Butragueño en Querétaro que pusieron de rodillas a los paisanos de Hamlet, pero yo nunca la olvidaré por la sensación de que ahora sí, ahora toca, que nos movilizó a cuantos asistimos al prodigio ante la pantalla gigante del Káiser. Unos días después nos citamos en el mismo bar, en la confianza de que ahora sí, ahora toca: seguros de que Bélgica se desmoronaría en cuanto Miguel Muñoz se pusiera a mirar su reloj y Butragueño dirigiese de nuevo la coral. El cuento de la lechera, en efecto, tan caro a la España futbolística: el equipo belga era un ladrillo, dirigido con maestría por su seleccionador Guy Thys, que no necesitaba mirar tanto el reloj para guiar a sus chicos mediante la sabia utilización del fuera de juego y dejar que su atacante Ceulemans se encargara de acomplejar a los nuestros. Fue una tragedia en varios actos, porque de nuevo un gol de Señoooooooor nos condujo a la prórroga y de ahí a los penaltis. Y ya sabemos la triste historia de la selección desde ese que llaman punto fatídico. Tendrían que pasar unos cuantos mundiales para olvidar aquel fallo de Eloy.
Pero esa es otra historia.
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