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LUIS F. GAGO
Miércoles, 14 de mayo 2014, 22:04
Se decía en la previa que la leyenda turinesa colocaba en su imaginario cuarto anillo a los aficionados que dejaron el mundo mortal para apoyar desde el cielo de la pelota a su equipo hasta el fin de los tiempos. La primera batalla se vivió ... en ese eslabón del pasado, donde el destino de uno y otro bando se sentaron a dictar sentencia. Las gradas vibraban al ritmo de unos corazones que recordaban a los que ya no estaban entre los mortales mediante pancartas y cánticos.
El Benfica se enfrentaba no sólo al Sevilla. Lo hacía a su propia idiosincrasia, su historia, su misterio y sus maldiciones. Un buen día, Bela Guttmann llevó a las 'águilas' a derrota tras derrota en varias finales hasta que alguien decidió al fin llevar flores a la tumba del extécnico húngaro. Necesitaban un perdón que llegase pronto. Quizá por ello se recordaba a Eusebio, la pantera negra de un Benfica campeón, para que hiciera de mediador allá en el cuarto anillo a favor de esta indulgencia mientras corría el balón.
En el lado sevillista no existían maldiciones. Sólo recuerdos de lo efímero. La poesía del fútbol materializada en las botas de jugadores que nunca dejaron de sentir unos colores. Porque esta tercera final europea para los nervionenses era el último homenaje que faltaba por hacerle a quien cambió la segunda parte de la historia de la entidad. Antonio Puerta transformó el derrotismo histórico en triunfalismo exacerbado. Juan Arza, mítico delantero fallecido hace cuatro años, lo definió como un hombre que tenía «ojos de mosquetero». Se lo comentó en una noche de tapas en el barrio Santa Cruz, tras darle una colleja y susurrarle un «gracias» por todo lo que había hecho con aquel tanto ante el Schalke. Sus rostros dibujados y alzados al viento turinés se miraban de nuevo frente a frente.
Ambos estaban sentados en Turín, recordando el cielo de Sevilla, mientras ironizaban al estilo que sólo Andalucía ofrece a su gente, sobre las palabras que Guttmann dijo en su día. Éste miraba los claveles lusos entregados que pedían clemencia esta vez y no revolución. Eusebio parecía cobrar vida de los bustos delineados presentes buscando saltar al césped para contribuir a poner fin a la maldición. Y Antonio, y Juan, entremezclaban sus gritos con acento sevillano en cada rincón turinés para seguir mandando en la eternidad.
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