Domingo, 21 de febrero de 1993. Un grupo de periodistas se apelotona en el vestíbulo del hotel NH Herencia de Logroño, combatiendo el frío invernal al calor de la generosa calefacción. Hacen guardia junto a la entrada, pelan la pava con la chica de recepción, ... se asoman a la calle Murrieta de cuando en cuando: están en la sala de espera. Aguardando a que aparezca en lontananza nada menos que Dios, encarnado todavía entonces en el rechoncho cuerpo de Diego Armando Maradona, inmarcesible astro cuya presencia en Las Gaunas permitirá por la tarde al venerable estadio añadir una muesca más en su revólver: otra estrella que se estrellará sobre su inolvidable césped.
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Para que tal prodigio ocurra, faltan todavía unas cuantas horas y sobre todo falta todavía lo esencial: que Maradona aparezca. Porque esa es la gran noticia del partido cuando ni siquiera se ha celebrado: que nada se sabe del antiguo pelotero del Cebollitas, el mito hecho futbolista, el diez que frecuentaba ya el lado oscuro de una carrera memorable. Maradona acababa de ser enrolado por Bilardo para aquel Sevilla donde el exseleccionador argentino exprimió su ideario inmortalizado ante las cámaras de Canal Plus con su inolvidable 'Pisálo, pisálo', la frase que regaló al masajista de su equipo para explicarle cómo debía conducirse con un rival lesionado (pero no moribundo). Aquel Sevilla cuyo eje de la zaga ocupaban los célebres estetas apellidados Martagón y Prieto, el tipo de central que nunca hace prisioneros. Aquel Sevilla que había reclutado también para la causa a otro aficionado al arte de explorar la espinilla del adversario, un todocampista llamado Simeone.
Aquel Sevilla, en fin, se presentó en Logroño sin su estrella máxima, porque acompañado precisamente por el hoy técnico del Atlético de Madrid, el Pelusa había preferido viajar hasta Las Gaunas a su aire, como siempre (más o menos). Ambos futbolistas argentinos habían protagonizado un amago de rebelión ante su directiva porque optaron por acudir a un partido con su selección, preparatorio para el Mundial de Estados Unidos, así que la comitiva sevillista apareció por Logroño sin ellos, envuelta en un mar de rumores. ¿Llegarían a tiempo para jugar contra el Logroñés? ¿Los alinearía Bilardo? ¿Les multaría su presidente?
La respuesta a todas esas preguntas fue la misma: sí. En efecto, perdonando la vida a los periodistas congregados ante el hotel de concentración, recién aterrizados del vuelo privado que los condujo por medio mundo, Maradona y Simeone saludaron de refilón a la prensa («Ya llegan las figuras») y se metieron en el confesionario con su entrenador, que por la tarde aceptó ponerse sobre la cancha. Que Maradona y Simeone jugaran con el Sevilla es mucho decir. Simeone desde luego sudó la elástica como solía, pero el balón y él apenas coincidieron por la cancha. Bastante más por cierto de lo que hizo Maradona: pasado de peso, como si estuviera visitando al dentista en vez de disputar un partido de fútbol, sabemos que pasó por Las Gaunas porque lo demuestran fotos como la que ilustra este artículo. Su actuación osciló entre lo trágico y lo penoso: quién te ha visto, Diego Armando. Aquel día, hace 27 años, un Logroñés de ensueño derrotó al Sevilla con dos goles de García Pitarch (que luego sería expulsado) y Salenko, quien debutó aquel día como blanquirrojo.
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Y, en efecto, superado el trámite con el Logroñés, ambos argentinos recibieron la correspondiente sanción de su club, lo cual significó más o menos que Maradona se desentendiera del todo de su segunda aventura española. Que acabó muy mal, enfrentado al propio Bilardo y al resto del mundo. Maradona, en fin, en estado puro.
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