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La selección española empató sus dos primeros partidos en la Eurocopa y, según los aficionados, aburrió a las ovejas. Luis Enrique había sorprendido a propios y extraños con una selección plagada de futbolistas que jugaban de suplentes en sus respectivos equipos de Inglaterra o Francia, ... dejando fuera a algunos de los jugadores que estaban en todas las quinielas; Iago Aspas, por ejemplo. No convocar a ningún jugador del Real Madrid alentó las críticas del establishment mediático, así como de muchos aficionados, que interpretaron la decisión del míster, con pasado blaugrana, como un desplante chulesco.
Cuando falló Morata, el público pitó porque estaba predispuesto: no se identificaba con la selección ni con el seleccionador. Sin duda, las limitaciones por el covid (incluyendo el aforo restringido) y el hartazgo pandémico contribuyeron a un estado de ánimo colectivo que oscilaba entre el cansancio, el escepticismo y el cabreo. En los dos primeros partidos (contra Suecia y Polonia) encontré en Sevilla a aficionados que reconocían que iban dispuestos a manifestar su enfado en cuanto se presentara la ocasión. La víctima fue Morata y, más aún, el entrenador que se empeñaba en alinearle desoyendo a la grada. Pero podría haber sido otro cualquiera. Porque el público estaba deseando mostrar su enojo en no menor medida que su júbilo si la selección nos hacía vibrar.
En los dos siguientes encuentros (contra Eslovaquia y Croacia), la selección se destapó no solo con emotivas victorias, sino con un festival de goles: cinco en cada partido. Y el aficionado pasó del desencuentro, el desengaño, la crispación al entusiasmo, la euforia, el sueño de que «tal vez», «si la suerte acompaña», pudiéramos acabar campeones.
Hay pocos contextos como el fútbol donde se transita en unos días, incluso en un único partido, de la desolación a la exaltación. De la misma manera, los aficionados suelen expresar sus filias y fobias de manera radical: mientras para algunos, Morata no le metería un gol ni al arcoíris, otros asisten al estadio con pancartas de ánimo, ensalzándole como si fuera una especie de icono de la resistencia y la obcecación.
Los psicólogos llaman a esto «pensamiento dicotómico». En algunos ámbitos -el fútbol es uno de ellos- los humanos categorizamos y enjuiciamos la realidad en términos de polos opuestos. La política es otro de esos campos, donde solemos dejarnos llevar por las pasiones ultras: votamos con el corazón, más que con el intelecto. Y a veces nuestra papeleta va dirigida no tanto a aplaudir al partido con el que simpatizamos sino a regalar un corte de manga al que odiamos.
Los antropólogos pensaron durante mucho tiempo que este tipo de posicionamiento visceral era una de las características de los pueblos primitivos, como también era consustancial a los niños y jóvenes. El adulto occidental -ilustrado y racional- valoraría los pros y contras en cada circunstancia, llegando a una postura reflexiva, ponderada. En los últimos tiempos, ante la quiebra de las grandes verdades, se ha instalado un pensamiento relativista: no hay blancos y negros, todo es gris; debería primar la flexibilidad frente al dogmatismo, la tolerancia frente al rechazo, lo relativo frente a lo absoluto. Lo juicioso sería que, mediante el uso de la razón, pensáramos y habláramos en términos de grados, dimensiones, matices.
Pero he ahí que el fútbol proporciona al hombre un contexto donde retornar a la infancia y aun a nuestro estado prerracional. Seguimos necesitando dioses y demonios, héroes y villanos, de la misma manera que el fútbol se basa en la fidelidad tribal a unos colores, frente a un enemigo, al que se juega a odiar simbólicamente mientras dura la refriega de 90 minutos que, en cierto sentido, es un sustituto civilizado de la guerra.
Tengo dos adolescentes en casa, de 13 y 15 años. Para ellos no hay término medio: odian o se pirran por la mozzarella, hablan de tal o cual estrella de pop con devoción o desprecio. Tal vez la sociedad nos haya ido privando poco a poco de ámbitos donde sentirnos seres esencialmente sensitivos, emocionables, drásticos. Estamos hartos de ser adultos serios, racionales y mesurados. Tomando partido radicalmente ante cualquier polémica y viviendo el fútbol como si fuera una lucha entre buenos y malos revivimos un sustrato primitivo e infantil nunca extirpado del todo. Necesitamos soñar como cuando estábamos enamorados por primera vez, odiar como el adolescente dice que odia el pimiento en la pizza, encumbrar a nuestros guerreros como cuando éramos parte de una tribu.
Hace unos días, Ferrán Torres era un perfecto desconocido, Laporte un gabacho y Morata un tuercebotas. Después España ganó y metió diez goles en dos partidos. Ya mismo sacamos las banderas a la calle y los que pitaban cantarán eso de «yo soy español, español, español».
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