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Cuando los sitios como San Juan salen en las noticias grandes del periódico, suele haber dos posibilidades: o ha tocado la lotería o ha ocurrido algo muy malo. Y no, esta vez el protagonismo de este humilde barrio de Santurce no se debe a ninguno ... de aquellos sucesos que en el pasado le dieron mala reputación, ese estigma con el que cargan tantos vecindarios nacidos de la inmigración de mediados del siglo pasado. Y tampoco ha caído el gordo, qué va, aunque los residentes lo están viviendo de manera parecida: el Dinamo San Juan, el equipo de fútbol fundado en 1973 y que funciona desde entonces como fogoso corazón del barrio, está a un paso de medir sus fuerzas con un club de Primera División en la Copa del Rey si el miércoles se impone al Autol riojano. Esta vez, San Juan aparece en los medios por un sueño.
La manera más rápida de explicar San Juan sería decir que se trata de un primo a pequeña escala del bilbaíno Otxarkoaga. Aquí, en estos bloques que trepan alineados por la ladera del Serantes, se ubicó a gentes llegadas de toda España y también de Portugal, atraídas por el porvenir que prometía la industria vizcaína en la segunda mitad de los 50 y en los primeros 60. «Veníamos de pueblos donde no había para comer: castellanos, extremeños, gallegos, de todas partes», resume Jesús Pérez, que tenía 13 años cuando su familia se trasladó desde Castrillo de Onielo, en el sur de Palencia. Jesús recuerda perfectamente la noche del 17 de enero de 1967, cuando se produjo una monstruosa explosión de butano en las instalaciones portuarias: «Todo el mundo escapaba por el monte. Yo acabé durmiendo en un caserío, con las vacas». Y también tiene presentes un par de homicidios que dejaron una fea huella: «Ahí se creó mala fama y se empezó a hablar del 'barrio del crimen'», evoca. «El fútbol le ha cambiado la cara al barrio. Van a La Rioja seis autocares, ¡eso no lo ponen ni el Barakaldo o el Sestao!», presume este hombre que ha regentado durante muchos años un bar en Portugalete.
En San Juan se sube de una calle a otra por viejas escaleras sombreadas de verdín y, si se mira hacia abajo, se contempla todo el Puerto de Bilbao, con sus contenedores apilados como en un juego de construcción, su baile de grúas y el giro hipnótico de los aerogeneradores. Es un barrio de unos 1.500 habitantes situado al final de todo, donde se abrazan monte y mar, y aquí surgió un fortísimo sentimiento de pertenencia, fruto de las aspiraciones compartidas y de la separación física del resto del municipio.«Llegamos aquí con las calles sin asfaltar. Todos hacían obra en sus casas para distribuir las habitaciones a su manera y luego aprovechábamos los escombros para tapar los agujeros de la carretera. Las puertas de las casas estaban abiertas, como en los pueblos», va describiendo Ricardo Valdés, el del bar Richard, que tiene forrada la máquina de tabaco con una foto de viejas glorias del Dinamo. «El fútbol llena mucho, mueve mucho». En una mesa está echando la tarde otro veterano, Jesús Pinto, a quien todos conocen como Chanfainas. «El Dinamo ha unido todavía más a la gente del barrio. Yo le dediqué muchos años, hasta ponía dinero de mi bolso para llevar a los críos. El campo era de tierra y, por las tardes, echábamos arena para mejorarlo, pero por la noche se la llevaba el viento», se ríe.
- Chanfainas, ¿y usted va a ver el partido en Autol?
- Estoy todavía en si voy o no. La hija me lo tiene prohibido, porque soy terrible, me va mucho el ambiente: si voy, ¡a ver cuándo vuelvo!
Aquel campo de tierra funciona como una contraseña para abrir la compuerta de los recuerdos. «El Dinamo significa mucho para el barrio. Sin él, San Juan estaría ya muerto», dice Mari Moreno (que, como buena parte de los vecinos, también pide que se ponga su apodo, Tita Mari). «Aquí la droga pegó mucho. Me acuerdo perfectamente de la Policía pegando tiros por los patios. Si no llega a ser por el fútbol, habríamos caído más en aquello», agradece Jesús García, Putxeta, que fue uno de los fundadores de la primera peña del Dinamo, la pionera Barranco Norte.
- ¿Y por qué se llamaban así?
- Porque nos colocábamos en el lado norte del campo... ¡y era un barranco, ja, ja...! Si me cuentan todo esto entonces, cuando jugaban en los charcos de barro, no me lo habría creído. ¡Imagínate si acabamos jugando en San Mamés!
Vicente Martínez, a quien llaman Salamanca, es uno de aquellos que chapoteaban con pundonor por el terreno enfangado. Muestra en su móvil una foto de cuando era «un jugador polivalente, lo mismo delantero que portero» en los juveniles del Dinamo: una cuadrilla de chavales de los 70, con aquellas pelambreras espléndidas y tirando a quinquis que se impusieron en todos los barrios obreros de España. Salamanca se acuerda de un partido contra el Gaztea en el que uno de los directivos, el señor García, le prometió veinte duros por cada penalti que parase: «Al final me dio 500 pesetas, porque paré tres pero, además, metí yo uno». De entonces ahora, el equipo ha cambiado mucho y hoy escasean los jugadores del barrio, pero Salamanca sabe enfocarlo con luz positiva: «Es una locura esto que estamos viviendo, no lo puede entender nadie. A todo el que viene al Dinamo le jode después irse, por el espíritu, por la armonía, por el compañerismo... Es una casa para todos», proclama.
Para las generaciones más jóvenes, el equipo y el barrio son prácticamente el mismo concepto. «Ha servido de vía de escape para los jóvenes de San Juan, para que no anduvieran haciendo malas cosas por la calle. ¡Todo el mundo jugaba en el Dinamo!», comenta Xabi Bonilla, que también presume de mote: le llaman Repe porque tiene un gemelo. «Ni en los sueños más bonitos habríamos imaginado esto de ahora. Primera Regional ya era lo máximo. Preferente era un hito histórico. Lo de ahora de ir los segundos en la División de Honor ya no sé ni cómo llamarlo. Y jugar con un Primera es un premio». También está siendo una recompensa inesperada para el Botijos, el bar del barrio bilbaíno de Masustegi que se anuncia en las camisetas del club: su dueño y un directivo del Dinamo se conocen de un cámping de Noja.
Cuando corre la voz de que un periodista anda preguntando por el Dinamo, decenas de forofos acuden a la llamada. Es un jueves normal por la tarde, pero los miembros de la Brigada Morada, los «radicales, pero radicales sanos» del equipo, muestran la misma entrega que si fuese el minuto noventa del partido del miércoles. Al final, se juntan en el campo de San Juan decenas y decenas de personas para sacarse la foto de apoyo al equipo, pero se da la orden de esperar cinco minutos porque falta un rezagado, que por fin aparece corriendo en lo alto de la cuesta.
- Pero... ¿tan importante es este hombre?
- Aquí todos somos importantes.
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