Secciones
Servicios
Destacamos
Jorge Alacid
Viernes, 25 de marzo 2016, 11:28
Que la mujer de Cruyff se llamara Danny nos desconcertó tanto como ganarle 0-5 al Madrid en Chamartín. Los escasos críos que entonces profesábamos la fe azulgrana no estábamos preparados para eso. La gestión del éxito. Nos mirábamos al día siguiente de entronizar a ... Johan en nuestros corazones pensando que el otro tendría una frase mejor que la nuestra para descifrar nuestra estupefacción, pero no hubo tal. Culminamos aquella extraña Liga que ganamos casi en invierno preguntándonos cómo se celebraba un título, hazaña que nos había sido negada hasta entonces. Casi daban ganas de seguir perdiendo, que era en realidad nuestra afición favorita como devotos del Barcelona. Papá, por qué somos del Barça.
Sabíamos el nombre de la mujer de Cruyff porque salía en la tele haciendo propaganda de las pinturas Bruguer (acrylic, creo recordar), lo cual fue otro síntoma de anormalidad: era la primera mujer de un futbolista cuyo nombre conocimos. Se entenderá por lo tanto nuestro juvenil asombro cuando leímos que su esposo (que también salía con su flequillo yeyé en el anuncio de su cónyuge, pintando con la borcha el imaginario nidito de amor familiar: hubo quien consideró que esa imagen probaba su homosexualidad) se apresuraba a protagonizar su propio anuncio. Un anuncio de calzoncillos. ¿Deberíamos ir a confesarnos si lo veíamos? En el debate organizado en el patio de los Maristas hubo dos bandos: ganó el que aseguraba que se trataba un pecado venial, en efecto confesable. Los que aducían que era pecado mortal se retiraron camino de la capilla. Yo esperaba que rezaran por nosotros.
Debieron hacerlo. Porque vimos por fin el anuncio del calzoncillo como si fuera una revelación religiosa: todos queríamos uno de aquellos slips, primera palabra en inglés que pronunciamos marcando demasiado la pe. Se llamaban Jim y nos cambiaron la vida por el método habitual: por la zona de entre las piernas. Aquel crío que tenía el póster del Ajax sobre la cama y por lo tanto se dormía recitando la alineación inolvidable (Stuy, Suurbier, Blankenburg, Hulshoff, Krol: joder, aquellos nombres tenían poesía) añadió otro icono a tantos símbolos acumulados que servían para alertarnos de que empezaba a llegar la hora de afeitarse: ah, los calzoncillos Jim. Puesto que en aquella época los caprichos estaban vetados, nuestros progenitores entendieron que equiparnos la zona inguinal con una indumentaria que ponía en peligro la economía familiar estaba justificado. Nada que objetar Tendríamos nuestros Jim. Y los enseñaríamos luego a los condiscípulos viniera a cuento o no: nos pondríamos a mear sin buscar coartadas ni excusas.
Así que guiados por la mano paterna hubo que peregrinar por los más acreditados comercios del ramo de Logroño hasta dar con ellos. Hasta la llegada de Cruyff, el fútbol era una cosa en plan a mí el balón que los arrollo. Se llevaba el futbolista con patillas de hacha, un siete machos tipo Pirri. Con Cruyff llegó aquel toque rocanrol que todavía se resiste a marcharse. Y hasta Cruyff, el calzoncillo era un asunto que no salía desde luego en ninguna conversación. Una incómoda prenda, absurdamente grande, que nos cubría no sólo la región pélvica sino también los aledaños, gracias a la manía materna (inentendible entonces y ahora) de que nos tapara incluso del ombligo hacia arriba: "Así no te enfrías".
En fin. Los calzoncillos Jim venían en un estuche muy chic de cartón, tenían un aire femenino que ignoro por qué nunca nos avergonzó y, gran novedad y desconcierto añadido, eran de color. De colores. Tenía que ser pecado, seguro, porque entonces todo lo era: hasta ser del Barça. De modo que el calzoncillo Jim acabó con la discriminación por sexos en ese capítulo de la historia de la moda y yo siempre sospeché que aceleró la agonía de Franco: año y medio después de que el Barcelona ganara la primera Liga de Cruyff, que luego resultó ser la única, la lucecita siempre encendida del Palacio del Pardo se fundió a negro.
Nos dio un poco igual, la verdad. Para sensación de orfandad, la que sentimos hoy quienes pensamos un día que llevar los calzoncillos de Johan sería como usar la capa de Superman. Nos concedería el poder de elevarnos para marcar goles de espuela, llevar el balón cosido al zapato y el tronco siempre recto como cuando aprendimos a montar en bici, lucir el número 9 y jugar de defensa si nos daba la gana. Pensábamos por supuesto que el heraldo de aquellos calzoncillos que nos cambiaron la vida sería inmortal, porque le habían sido otorgados los dones que nunca más verán nuestros ojos: entrenar a un equipo con sólo tres defensas, quitar uno si le apetecía. Recuperar el fútbol de siempre, el del juego por lo extremos, descartar a un portero porque sólo sabía hacer lo propio de su oficio, parar y parar balones: eso a Johan no le bastaba. Tal vez sólo quienes aprendimos con él a usar slips Jim marcando tanto la p le podemos entender: porque así supimos que una vida nunca es suficiente.
¿Ya eres suscriptor/a? Inicia sesión
Publicidad
Publicidad
Te puede interesar
Publicidad
Publicidad
Esta funcionalidad es exclusiva para suscriptores.
Reporta un error en esta noticia
Comentar es una ventaja exclusiva para suscriptores
¿Ya eres suscriptor?
Inicia sesiónNecesitas ser suscriptor para poder votar.